¿Me das tus sobras?”—Pero al mirarle a los ojos, todo cambió…

Como una tradición no escrita pero que todos atesoraban, cada Año Año Nuevo, Mateo conducía su coche, llevando a sus dos hijos ya crecidos, a casa de Lucía. Llevaban pequeños regalos, flores frescas y los mejores deseos. Para Pablo y Silvano, Lucía no era solo la benefactora de su padre, sino una tía, un querido miembro de su familia.

Muchos años después, en una cálida noche de Fin de Año, volvieron a reunirse alrededor de una suntuosa mesa en la mansión de Lucía. Pablo y Silvano, ahora dos apuestos jóvenes, le contaban alegremente a su “tía Lucía” sus planes para el futuro.

Mateo miró a sus hijos y luego se volvió hacia Lucía, con los ojos llenos de una profunda gratitud. Levantó su copa de vino tinto. “Todavía recuerdo vívidamente aquella noche fría en el restaurante La Pergola“, dijo con voz grave. “En ese momento, pensé que era el fin del mundo. Mi único deseo era que mis hijos pudieran comer algo”.

Lucía sonrió, una sonrisa genuinamente cálida, desprovista de la frialdad de años atrás. “Y yo recuerdo a una mujer que tenía toda la fortuna y la fama del mundo, pero que se sentaba sola en un restaurante de lujo sintiéndose completamente vacía. Aquella noche, usted me pidió las sobras, pero usted y sus hijos me dieron algo mucho más valioso: una razón para volver a abrir mi corazón”.

Pablo intervino: “Papá cuenta que en ese momento yo no dejaba de mirar tu plato de arroz”.

Toda la mesa estalló en carcajadas. Una risa alegre y cálida resonó por toda la estancia. En medio del ambiente de reunión familiar del Año Nuevo, no eran una empresaria de éxito y un empleado excepcional. Eran una familia; una familia forjada no por lazos de sangre, sino por la bondad, la empatía y el amor que habían brotado de una fatídica noche muchos años atrás. Y para Lucía, esa era la mayor fortuna que jamás había poseído.

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