Era una tranquila tarde de lunes, poco después de las siete, en *La Pergola*, uno de los restaurantes más lujosos de la calle Serrano en Madrid. El aire olía a paella perfumada, pollo al ajillo, ensaladilla rusa y botellas altas de vino de la Ribera. En una mesa del rincón, Lucía estaba sola, con un vestido elegante que brillaba bajo las luces tenues. Llevaba un collar de oro, un reloj de diamantes y unos tacones que reflejaban su estatus como multimillonaria hecha a sí misma. Pero ninguno de sus accesorios glamurosos podía ocultar el vacío en su corazón.
Lucía era la CEO de una cadena de boutiques y talleres de diseño repartidos por Madrid y más allá. Había construido su imperio desde cero, impulsada por el desamor y la traición. Hace años, los hombres la abandonaron cuando no tenía nada, burlándose de sus sueños y llamándola de todo. Ella convirtió ese dolor en poder, jurando nunca más ser vulnerable. Ahora, con fama y fortuna, los hombres volvieron… pero no por amor. Venían por su dinero, por su estatus, y cada vez, ella los ponía a prueba. Fingía ser pobre y los veía marcharse, revelando sus verdaderas intenciones. Así que seguía sola.
Esa noche, Lucía miraba sin ver su plato de arroz a la cubana, ensalada y pollo. El vino seguía sin abrir. Alzó el tenedor, lista para el primer bocado, cuando una voz la interrumpió. Era suave, temblorosa y compasiva: «¿Puedo llevarme lo que le sobre, señora?».
Lucía se quedó helada, el tenedor en el aire, y giró hacia un hombre arrodillado junto a su mesa. No tendría más de treinta y cinco, pero la vida lo había envejecido. Atados a su pecho con un trozo de tela, llevaba dos bebés diminutos, sus caritas pálidas y desnutridas. El hombre vestía unos vaqueros rotos y una camiseta sin mangas manchada de polvo y sudor. Temblaba, no de miedo, sino de agotamiento. Pero sus ojos no mostraban vergüenza, solo el amor desesperado de un padre.
Los bebés miraban fijamente el plato de comida. A su alrededor, la música suave del restaurante y el tintineo de los platos seguían, pero su voz había cortado el murmullo, atrayendo miradas. Un guardia de seguridad se acercó, listo para echarlo —*La Pergola* era para ricos, no para mendigos—. Pero Lucía levantó una mano, una orden silenciosa. El guardia se detuvo, y ella volvió a mirar al hombre.
En su rostro vio algo auténtico y crudo. No pedía por él, sino por sus hijos. La tensión en sus ojos, cómo los protegía, el amor que brillaba a través del agotamiento… todo ello agrietó las paredes que Lucía había construido alrededor de su corazón. Durante años, se había blindado contra el dolor, pero ahora esas barreras empezaban a caer. Se vio reflejada en él: alguien que había sufrido, que había perdido, pero que aún amaba con fuerza.
Sin decir nada, empujó su plato lleno hacia él. «Tómalo», dijo suavemente.