“Me das asco”, le dijo su propio hijo… y al día siguiente, el anciano vendió su casa y desapareció.

Rosa, con la rabia y el dolor recorriéndole las venas, encontró a Nicolás en la misma cantina de siempre. “¿Cómo pudiste hacerle esto a papá?”, le gritó. “¡Él lo dio todo por ti y tú lo trataste como si no significara nada!”. Nicolás, borracho e indiferente, no comprendió el dolor de su hermana. En un impulso de justicia, Rosa lo denunció y Nicolás fue arrestado.

Pero Rosa no dejó de buscar a su padre. Aunque el médico del pueblo le informó que probablemente ya no estaba con vida, ella no perdió la esperanza. Finalmente, después de mucho esfuerzo, descubrió la verdad: su padre estaba en un asilo, lejos de todo.

Cuando entró en la habitación del asilo, el corazón se le partió. Don Melchor estaba acostado, frágil, con un equipo de respiración ayudándolo. El médico le confirmó lo que ya temía: le quedaban pocos días de vida. Rosa se arrodilló junto a él, mostrándole su medalla de primer lugar y su certificado profesional. “Papá, lo logré. Todo esto es gracias a ti”, le dijo, su voz quebrada. “Te pido perdón por no haber estado a tu lado antes”.

Don Melchor la miró con los ojos llenos de amor. “No, hija”, susurró. “Fui yo quien fue feliz gracias a ti. Mi felicidad, mi orgullo, todo eres tú”. Pero entonces, don Melchor le pidió algo que Rosa no esperaba. “Hay una última cosa, hija. Quiero ver a Nicolás. Tráelo aquí. Quiero verlo antes de irme”.

Rosa, confundida y llena de rabia contenida, al ver a su padre tan vulnerable, sintió cómo algo en su corazón se rompía. “Está bien, papá. Lo haré por ti”.

Con el corazón apesadumbrado, Rosa logró sacar a Nicolás de la cárcel y lo condujo al asilo. Al ver a Nicolás entrar en la habitación, algo cambió en el rostro de don Melchor. A pesar de su debilidad, su mirada se iluminó con una alegría serena. “Al fin”, dijo con voz temblorosa. “Mis hijos queridos están aquí, mi familia”.

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