Con un esfuerzo tremendo, don Melchor tomó un pequeño paquete envuelto en papel de periódico y, con manos temblorosas, se lo entregó a Nicolás. Justo cuando Nicolás tomaba el paquete entre sus manos, don Melchor exhaló un último aliento, y su alma se despidió de este mundo.
Rosa rompió en llanto. Nicolás, con el paquete en las manos, temblaba. Con una rapidez desesperada, lo deshizo. Dentro encontró una carta y una pequeña bolsita de tela. La carta, con la caligrafía cansada de su padre, contenía sus últimas palabras:
“Te quiero mucho, hijo, y perdóname si no he sido el padre que querías y por darte asco. Durante años dejé de preocuparme por mí mismo para darles todo… Mi ropa y mis zapatos no me importan, porque lo que siempre quise fue su felicidad. Los amo a ambos… Te amo, hijo. Cuida de tu hermana y sal adelante. Aléjate de esos malos amigos… Por favor, hijo, cambia y usa este dinero para salir adelante. Sé que lo lograrás porque yo creo en ti. Con amor, tu padre”.
En la pequeña bolsita estaba la otra mitad del dinero de la venta de la casa.
En ese momento, Nicolás entendió. Su padre siempre lo había amado, siempre había creído en él, a pesar de todo. Se desplomó de rodillas junto a la cama, llorando desconsoladamente. “¡Perdóname, papá! ¡Perdóname! ¡Te prometo que cambiaré!”.
Rosa, que observaba a su hermano, se acercó lentamente y, sin decir palabra alguna, lo abrazó. En ese momento, ambos hermanos, marcados por el dolor y el arrepentimiento, se aferraron el uno al otro, mientras los ecos de las palabras de su padre resonaban en sus corazones. Juntos, con lágrimas y silenciosos suspiros, miraron por última vez a don Melchor, sabiendo que, aunque ya no estaba, su amor y sacrificio habían logrado, al final, que su familia por fin se uniera.