200 invitados y estarás en el salón principal. El salón de baile principal era donde tenían lugar los eventos más elegantes. El techo tenía 3 m de altura con candelabros de cristal importado y un piso de mármol que reflejaba las luces como un espejo. Era hermoso, era costoso y me recordaba constantemente el mundo que había perdido. A las 6 comenzaron a llegar los primeros invitados. Hombres de smoking, mujeres en vestidos que costaban más que mi salario anual, joyas que brillaban bajo las luces doradas.
Me moví entre ellos como un fantasma, sirviendo champán, retirando platos, siendo invisible. Fue entonces cuando lo vi. Santiago Herrera entró al salón como si fuera dueño del mundo. Alto, de hombros anchos, con cabello negro peinado hacia atrás y un traje italiano que probablemente costaba una fortuna. Tenía 32 años. Lo sabía porque los periódicos hablaban de él constantemente. Un magnate inmobiliario, heredero de una de las familias más tradicionales de Buenos Aires. Estaba acompañado por tres amigos que parecían versiones menos impresionantes de él mismo.
Hablaban fuerte, reían fuerte y ocupaban espacio como si todo el mundo fuera su propiedad privada. Santiago, esta fiesta está un poco lenta”, dijo uno de ellos, un rubio bajito con bigote fino. ¿Dónde está la diversión? “Paciencia, Rodrigo”, respondió Santiago tomando una copa de champán de una bandeja que pasó junto a él. “La noche aún es joven.” Estaba arreglando las mesas del lado opuesto cuando escuché risas provenientes de su grupo. Parecían estar haciendo algún tipo de apuesta. “Veamos quién puede impresionar más a alguien hoy”, dijo otro.
Un hombre de cabello oscuro con anteojos dorados. Impresionar. Santiago se rió. ¿Sabes que eso es demasiado fácil para mí? Entonces pruébalo. Lo provocó el tercero, un pelirrojo con cara amargada. Fue en ese momento que cometí mi error. Estaba sirviendo vino tinto en la mesa junto a ellos cuando tropecé ligeramente. Unas gotas cayeron sobre el mantel blanco, formando pequeñas manchas rojas que parecían pétalos de rosa. “Cuidado”, dijo el hombre de la mesa gentilmente. “Disculpe, señor”, murmuré limpiándolo rápidamente con una servilleta, pero la voz de Santiago cortó el aire como una navaja.
Miren, muchachos, apuesto a que me caso con esta mesera si puede bailar tango conmigo. Hubo silencio por un segundo, luego estalló la risa. Santiago, ¿estás loco? Se rió Rodrigo. Una mesera bailando tango contigo. Sería divertido verlo, agregó él de los anteojos dorados. Sentí la sangre subir a mi cara. No de vergüenza, de ira. una ira fría y controlada que no había sentido en mucho tiempo. Me volví lentamente para enfrentarlo. Santiago me estaba mirando con una sonrisa burlona, como si fuera una pieza de entretenimiento en su juego privado.
¿Lo decías en serio?, pregunté, manteniendo mi voz calmada. Parpadeo sorprendido. Probablemente no esperaba que le respondiera yo. Bueno, era solo una broma. No parecía una broma, continué. Parecía una propuesta. Sus amigos permanecieron en silencio, observando la escena como si estuvieran viendo un accidente a punto de suceder. Santiago se enderezó recuperando su compostura. La sonrisa regresó a su cara, pero ahora tenía algo diferente. Una curiosidad que no había estado ahí antes. Está bien, dijo extendiendo su mano. Si bailas, me caso contigo.
Era una broma. Todos sabían que era una broma. Excepto yo, porque hace dos años yo había sido Valentina Morales, prima valerine del teatro Colón. Había bailado en los escenarios más importantes de Sudamérica. Había sentido el aplauso de miles resonando en mis huesos. Y tango, el tango era mi alma. Acepto, dije quitándome el delantal. El silencio que siguió a mi respuesta fue ensordecedor. Santiago me miró fijamente como si intentara descifrar un acertijo mientras sus amigos intercambiaban miradas nerviosas.