Me miré en el espejo de la habitación que ya me parecía ajena. Este marcos era una ilusión, una ficción costosa. La sala del evento era deslumbrante. Cientos de rostros desconocidos me rodeaban. Empresarios, diplomáticos, miembros de familias influyentes. Todos habían ido a presenciar una historia de amor aparentemente repentina. Se oían susurros curiosos alguna sospecha disimulada. Pero todo cambió cuando apareció Fátima. Estaba radiante, llevaba un vestido blanco de novia hecho a medida y emanaba un aura de reina. Sujetaba un ramo de rosas y caminaba hacia mí.
Por un instante, antes de que se colocara su máscara, vi de nuevo a la Fátima vulnerable de aquella noche en el salón. Luego su rostro se endureció y su sonrisa se volvió perfecta, diseñada para las cámaras. Al llegar a mi lado, me dedicó una sonrisa mínima, forzada, dirigida a los flashes. Su mano rozó mi brazo y sentí la frialdad de la seda. Aquel contacto no tenía calor, era el roce de un contrato, de un papel. La ceremonia religiosa fue rápida delante de todos aquellos invitados importantes.
Cuando llegó el momento de pronunciar el sí, hablé con firmeza, aunque mi corazón gritaba que aquella era la mentira más grande que había dicho en mi vida. No solo me casaba con ella, me casaba con su honor, con su estatus social. me convertía en guardián de su mayor secreto. En la recepción tuve que actuar como un marido embelezado, sujeta a su mano, Marcos, más suave, más tiempo. Me repetía por dentro. Caminamos entre los invitados, ella aferrada a mí, no por cariño, sino por necesidad.
Noté lo frágil que era su cuerpo bajo las capas de tela. Sonreía, asentía, llamaba a la gente por sus nombres árabes que yo jamás lograba recordar. Éramos la pareja perfecta para todos. Una mujer mayor cubierta de joyas se acercó. “Felicidades, querida. Hacen una pareja encantadora”, dijo entornando los ojos con malicia. “No imaginé que Fátima encontraría el amor de nuevo tan pronto y tú, joven, debes de ser un hombre muy especial.” Fátima contestó con dulzura ensayada. Alhamdulillah, tía.
Marcos, ha sido una bendición inesperada. Me ha traído felicidad y estabilidad. Yo debía rematar el cuadro. La miré forzando la expresión de orgullo que habíamos practicado mil veces. Fátima es una mujer extraordinaria, dije en árabe con voz segura. Soy muy afortunado de estar a su lado. Mi actuación fue tan convincente que incluso a mí me sorprendió. Al terminar la fiesta, la acompañé al coche. Abrí la puerta y cuando la cerré fue como desmontar la escenografía. Dentro, sin público, las máscaras cayeron.