Me casé con una viuda árabe de 55 años embarazada. En la primera noche, me sorprendio y hizo esto…

Fátima se recostó en el asiento, exhausta. La felicidad fingida se le borró del rostro, reemplazada por un cansancio profundo. “Lo hiciste bien, Marcos”, dijo sin mirarme. Era su primer elogio, aunque sonó más a evaluación que a felicitación. “Gracias, Fátima”, respondí usando el nombre que habíamos acordado cuando estuviéramos solos. El trayecto de vuelta fue silencioso. Habíamos ganado la primera batalla. El mundo creía en nuestro amor, pero yo sabía que lo verdaderamente difícil aún no empezaba. Llegamos a la mansión pasada la medianoche.

La misma opulencia de siempre ahora se sentía más opresiva. Habíamos escapado de las miradas ajenas, pero quedábamos atrapados en una casa llena de promesas falsas. Apagué el motor y la seguí sin decir nada, como una sombra. Fuimos hasta la habitación principal, que desde ese día sería nuestra habitación. Era más grande que toda mi casa en el pueblo, con un balcón que daba al jardín que yo mismo cuidaba. Fátima se quedó en medio inmóvil. Su vestido de novia parecía una armadura.

Se quitó la tiara, la dejó sobre el tocador y se miró al espejo unos segundos. Yo me quedé cerca de la puerta sin saber qué hacer. Ofrecerle ayuda sería romper el contrato. Puedes cambiarte de ropa, Marcos, dijo sin volverse. Su voz sonaba plana, vacía, toda la emoción del día se había evaporado. Fui al baño y dejé el traje, cambiándolo por una camiseta y un pantalón de tela mucho más cómodos. Al salir, ella llevaba un camisón de seda largo, pero seguía sentada en el sofá leyendo.

No parecía una recién casada, parecía una mujer que espera un tren nocturno. La incomodidad podía cortarse. “La cama es enorme”, dijo al fin señalando el lecho King Sis, “pero tenemos que mantener la distancia”. cogió una almohada fina y la colocó justo en medio de la cama, una barrera pequeña pero simbólica que representaba el abismo entre nosotros, una línea física para un límite que ya habíamos firmado. “Estas son las reglas, Marcos. Estoy agotada”, susurró cerrando los ojos un segundo.

Asentí en silencio. Fui hacia el lado del colchón más cercano a la ventana. Al tumbarme miré el techo altísimo. Era el colchón más cómodo que había probado, pero sentía como si durmiera sobre espinas. A mi lado ycía por ley mi mujer, una mujer embarazada del hijo de otro que me pagaba una fortuna para que durmiera a su lado sin tocarla. Guardamos silencio. Quise decir algo. Preguntarle si estaba bien romper el aire espeso que nos rodeaba, pero me dio miedo sobrepasar las fronteras.

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