Me casé con una viuda árabe de 55 años embarazada. En la primera noche, me sorprendio y hizo esto…

A partir de ese momento, los preparativos de la boda avanzaron como un huracán. Me llevaron de tienda en tienda por Dubai, a los establecimientos de ropa masculina más caros. Un sastre privado vino a casa a tomar mis medidas y hacerme túnicas blancas impecables, trajes y prendas formales que jamás habría soñado tener yo, que siempre había elegido solo uniformes de trabajo. De pronto tenía que escoger relojes de oro y zapatos de cuero italiano. En medio de tanto lujo, me sentía un impostor.

Me miraba en los espejos enormes y veía a un hombre alto, bien vestido, con pinta de rico y de importante. Pero en cuanto apartaba la vista, seguía sintiéndome el jardinero de manos agrietadas. Era solo una máscara perfecta. Fátima se convirtió en la directora de nuestra obra. Me enseñó los códigos del mundo de los ricos, cómo hablar en público, cómo tomarle la mano frente a las cámaras con la dosis justa de cariño y, sobre todo, la expresión que debían tener mis ojos.

Recuerda, Marcos, me repetía mientras ensayábamos en el comedor. Tu mirada tiene que convencer, no la de un empleado temeroso, sino la de un marido enamorado. Tienes que parecer orgulloso de mí. Yo intentaba practicar. La miraba fijamente. Nuestros ojos se encontraban. Bajo la capa de hielo con la que se protegía. Alcancé a ver su fragilidad. Por un segundo vi a la Fátima altiva, sino a una mujer sola, asustada. La víspera del enlace la casa estaba en ebullición. Había invitados que llegaban de todo Oriente Medio.

Yo estaba en mi nueva habitación, mucho más grande y lujosa. A solas, Fátima me llamó al teléfono fijo para repasar por última vez nuestra versión de la historia. “Mañana es el gran día, Marcos. No olvides por qué hacemos esto”, susurró. “Por su honor y por el futuro de mi familia”, contesté seguro. Esa noche el lujo que me rodeaba se sentía helado. Yo era, al mismo tiempo el hombre más afortunado y el más solo del mundo. Tendría dinero, pero no tendría esposa.

Tendría riqueza, pero perdería una parte de mí. Mi mente estaba partida. Mi familia allá al fin estaría a salvo. Yo aquí sería una marioneta sobre el escenario. Solo podía desear que la farsa saliera bien. Mañana moriría Marcos el jardinero y nacería Marcos, el marido. El día llegó y me enfundé en la ropa más cara que había tocado mi piel. La túnica impecable, el pañuelo perfectamente colocado, el reloj de lujo en mi muñeca áspera de tanto sostener herramientas.

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