Me casé con una viuda árabe de 55 años embarazada. En la primera noche, me sorprendio y hizo esto…

Fátima estaba sentada en un sofá de terciopelo. No tenía la postura de una reina, sino la rigidez de una prisionera. No vestía a valla de gala, solo ropa de casa, cara, pero sencilla. Sin maquillaje se veía frágil. Las arrugas alrededor de los ojos se marcaban sin piedad y estos estaban rojos por el llanto. “Siéntate, Marcos”, dijo con voz ronca, señalando una butaca frente a ella. Me senté en la orilla rígido con las manos entrelazadas. Permanecimos en silencio un buen rato.

Solo el tic tac de un viejo reloj de pared llenaba la habitación. Sé que quizá escuchaste algo esta mañana, empezó al fin mirándome con intensidad, no con juicio, sino como si quisiera pesarme, decidir si era una amenaza o una salida. Perdón, señora, yo solo estaba concentrado en las rosas”, respondí tratando de ser honesto y de esquivar problemas. Fátima esbozó una sonrisa irónica, una sonrisa que no alcanzó sus ojos. “No finjas ser tonto no cambia nada. Has oído lo suficiente.” Tomó aire como reuniendo los restos de su valor.

Estoy embarazada. Esa confesión salió como un susurro que dolía. Y ese hombre se fue, desapareció del mapa como si yo fuera una pesadilla que quiere olvidar. Me quedé mudo. Imaginé la devastación de una mujer tan fuerte como ella. Su embarazo no era solo un asunto íntimo, era una bomba a punto de explotar todo lo que había construido. “Soy viuda”, continuó. “Mi reputación, el buen nombre de mi difunto esposo, la fundación benéfica. Mi círculo social. Todo se sostiene en esa imagen de pureza.

Si esto se sabe, la gente me señalará como una vieja promiscua. Lo perderé todo, Marcos. Aquí la reputación es la moneda más cara. Se inclinó hacia delante. Ese gesto quedó grabado en mi memoria para siempre. Quiero proponerte un trato. Dijo. Su voz se volvió firme, casi empresarial, como si habláramos del precio de unas plantas. Mira tu sueldo actual comparado con lo que necesito es calderilla. Necesito un padre. Necesito a alguien que pueda presentar como justificación respetable alguien con quien casarme oficialmente delante de todos para que cuando nazca este bebé nadie se atreva a acusarme.

Señora, traté de interrumpir descolocado. Se refiere a mí. A ti sí. Eres un trabajador migrante, un extranjero, no tienes conexiones peligrosas y, sobre todo, necesitas el dinero desesperadamente. Escucha bien, Marcos, te casarás conmigo. Haremos una boda lujosa con testigos importantes. De cara al público, serás mi marido legítimo y el padre del niño. Entonces, dijo la cifra que hizo que la sangre se me quedara helada. Te pagaré $10,000 al mes. $10,000. Aquella cifra flotó en el aire. Enorme y real.

Con ese dinero podía saldar todas las deudas de mi familia, construir una casa digna, pagar los estudios universitarios de mis hermanos. No era solo dinero, era libertad. A cambio, prosiguió. Serás mi esposo ante los demás. En la casa seguiremos siendo señora y empleado. No habrá contacto físico, no habrá intimidad. Es un contrato. Tú haces tu papel, yo te pago. Guardas el secreto sobre el verdadero padre de este bebé y tú y tu familia jamás volverán a pasar necesidad.

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