Me vi obligado a casarme con una viuda árabe embarazada de muchos meses a cambio de $10,000 al mes. Yo, un simple trabajador migrante latino, acepté aquel contrato absurdo para salvar el futuro de mi familia. Estaba listo para convertirme en un padre falso y un marido de alquiler. Pero en la noche de bodas jamás imaginé lo que ella haría. Al final descubrí que yo, Marcos, era mucho más importante de lo que creía. Quizá mi cuerpo estaba en Arabia Saudí, en esta tierra seca y polvorienta, pero mi alma seguía en mi pueblo, entre los campos verdes y húmedos donde crecí.
Llevaba casi dos meses trabajando allí como empleado migrante. Mi puesto era doble, jardinero y chófer de una casa tan lujosa que resultaba extraña a mis ojos y hasta a mi lengua. La mansión pertenecía a la señora Fátima, un palacio de estilo moderno y minimalista, rodeado por una valla altísima y cámaras de seguridad por todas partes. Fuera el calor quemaba, dentro solo había silencio y el frío artificial del aire acondicionado. Mi rutina empezaba a las 5 de la mañana.
Lo primero era tocar la tierra, el trabajo que mejor conocía. cortaba el céspeda, importado, regaba flores exóticas que jamás había visto en mi país y me aseguraba de que cada hoja estuviera limpia del polvo del desierto. Era el dueño absoluto de aquellos 1000 m²ad de jardín y lo extraño era que allí, entre tierra y plantas, me sentía en paz. El olor a tierra húmeda y el aroma a ja que yo mismo cuidaba eran mi único recuerdo de casa fuera.
Yo era Marcos, el jardinero de camisa raída y manos ásperas, pero cuando el sol empezaba a subir, tenía que transformarme. “Marcos, prepara el coche.” La voz seca que salía del intercomunicador me atravesaba siempre igual. En ese momento cambiaba de papel, dejaba el uniforme gastado y me ponía una camisa limpia, el pantalón de vestir y los zapatos lustrados. Las manos que acababan de sostener una pala pasaban a sujetar un volante de lujo. Me convertía en el chófer personal de la señora Fátima.
La señora Fátima, a quien el resto del servicio llamaba simplemente madam, era la definición misma de dignidad. Tenía ya 55 años. Una viuda rica cuyo marido había muerto dos años atrás. Se movía con una elegancia entrenada, vestida siempre con avallas de diseñador y rodeada de un aura de distancia intocable. Por los murmullos en la cocina, yo sabía que era muy respetada en los círculos de la élite de la ciudad. Su imagen era impecable, elegante, honorable, generosa y totalmente ajena a los chismes.