Pero había desaparecido.
Y por primera vez en años, algo que había enterrado muy dentro de sí volvió a encenderse: la esperanza.
Esa noche, Lauren no durmió. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro del niño —sus ojos, la marca, la forma en que había reaccionado a su voz. No podía ser coincidencia.
Al amanecer, tomó una decisión.
Llamó a su amiga de toda la vida, Marissa Horne, detective privada que años atrás había llevado el caso del secuestro.
—Marissa —susurró—, creo que lo encontré.
Se reunieron cerca de la panadería donde Lauren había visto al niño.
Pasaron horas esperando bajo la lluvia hasta que, por fin, volvió a aparecer: salía de un callejón cercano, cargando una mochila rota.
El corazón de Lauren latió con fuerza. Lo siguió en silencio, temiendo asustarlo.
En una cafetería de la esquina, se acercó con cautela.
—Hola —dijo suavemente—. Debes tener frío. ¿Puedo invitarte algo caliente?
El niño dudó, pero asintió.
Mientras devoraba unos hotcakes, Lauren preguntó:
—¿Cómo te llamas?