—Mamá, cena aquí esta tarde. Llegaré temprano a casa. —Sonreí, reconfortada por la alegre voz de mi hija, sin imaginar que ese mismo día me cambiaría el mundo.

La otra mujer continuó:

“Di lo que quieras, pero no confío en ti. Lo prometiste, pero sigues acostándote con tu mujer. No seré el tercero en discordia para siempre”.

Rafael espetó:

“¡Silencio! Espera a que llegue el dinero; todo cambiará”. Un momento de silencio, luego la voz de Maricel por el altavoz:

“Cariño, llegaré temprano a casa. ¿Mamá ya se despertó?”

“Mamá aún no ha llegado. Tengo un cliente que atender”, mintió Rafael con frialdad.

Me sentí paralizada. El hombre educado y sonriente que una vez conocí era ahora un extraño, mintiendo sin titubear.

La puerta se cerró de golpe, los pasos se desvanecieron. Abrí lentamente la puerta del armario. La habitación olía a un perfume extraño, la ropa de Maricel estaba arrugada y el anillo de bodas de Rafael estaba sobre la mesa. Me dejé caer al suelo, con lágrimas corriendo.

“Maricel… hija mía… ¿cómo pudiste casarte con alguien así?”

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