“Maestra, mi abuelo lo hizo otra vez…” – La maestra llama a la policía de inmediato….

Lucía sintió la rabia crecer. Mi papel es proteger a mis alumnos. Si cierro los ojos, traiciono a esta niña. Carmen cerró la carpeta sobre el escritorio con fuerza. Entonces, até a las consecuencias. No diga que no se lo advertí. Lucía salió de la oficina con el cuerpo tenso, pero la conciencia tranquila. Sabía que estaba sola en esa lucha contra Rogelio, contra el miedo, incluso contra la misma dirección de la escuela. Pero al recordar los ojos llorosos de Mariana, reafirmó para sí misma, “No retrocedería, costara lo que costara.” La casa estaba sumida en silencio esa madrugada.

El reloj de la cocina marcaba casi las 3 cuando Rosa se movió en la cama. El sueño era ligero, interrumpido por pesadillas que la perseguían desde la declaración de su hija. Se volteaba de un lado a otro intentando convencerse de que todo no era más que un malentendido, que la niña era demasiado pequeña para entender ciertas cosas. De repente, un sonido bajo la hizo contener la respiración, un crujido en el piso del pasillo. Primero pensó que era Esteban, pero al estirar la mano notó que el marido dormía profundamente a su lado.

El corazón le dio un brinco, con cuidado se levantó y caminó hasta la puerta del cuarto. Abrió apenas una rendija y alcanzó a ver la sombra de un hombre yendo hacia el cuarto de Mariana. La luz de la lámpara del pasillo revelaba la figura de Rogelio, avanzando despacio con pasos calculados. Rosa sintió un frío recorrerle la espalda. Quedó unos segundos paralizada, incapaz de aceptar lo que veía. Su propio padre, a quien siempre había defendido, caminaba en la oscuridad hacia el cuarto de su nieta.

Tragó saliva y caminó rápido, descalza, hasta alcanzarlo. “Papá!”, llamó con la voz quebrada. Rogelio se giró sorprendido, pero pronto recompuso el semblante. “Rosa, no te asustes. Solo iba a tapar a la niña. Se mueve, se destapa, ya sabes cómo es.” Pero sus ojos no correspondían al tono tranquilo, eran duros, fríos. Rosa nunca había reparado en esa mirada hasta ese instante. A esta hora, sin avisar a nadie”, insistió con la voz temblorosa. “Los viejos dormimos poco. Fui a ver a mi nieta.

Nada más estás imaginando cosas”, dijo tratando de pasar junto a ella. Rosa bloqueó el paso con el corazón desbocado. Miró hacia la puerta entreabierta del cuarto de Mariana. La niña estaba encogida en la cama fingiendo dormir, pero los hombros le temblaban bajo la sábana. Fue en ese instante cuando todo se le cayó encima. Lo que antes parecía exageración de su hija o invención de la maestra, ahora estaba frente a sus ojos. Ya no había manera de negarlo.

La sangre se le heló y la garganta se le secó. Tú, tú no balbuceó, incapaz de terminar la frase, Rogelio se acercó, la voz baja y amenazante. Cuidado con lo que dices, Rosa, no sabes lo que hablas. Ella dio un paso atrás con las piernas temblorosas. La mente se debatía entre el shock y la necesidad de actuar. Quiso gritarle a Esteban, pero la voz no le salió. solo logró empujar a su padre de regreso al pasillo, cerrando la puerta del cuarto de su hija con fuerza.

“No te acerques a ella nunca más”, logró decir con la respiración entrecortada. Rogelio la miró inmóvil unos segundos hasta soltar una sonrisa torcida. No tienes idea del error que estás cometiendo. Y volvió tranquilamente al cuarto de visitas como si nada hubiera pasado. Rosa se recargó en la pared jadeando con el cuerpo temblando. Por primera vez veía la verdad que se había negado a aceptar. La imagen de su hija llorando en silencio, pidiendo protección, se mezclaba ahora con el rostro frío de su propio padre.

Entró al cuarto de Mariana, se sentó en la orilla de la cama y acarició el cabello de la niña que abrió los ojos llenos de lágrimas. “Mamá, él entró otra vez, ¿verdad?”, susurró la niña. Rosa abrazó fuerte a su hija sin poder responder. Las lágrimas le corrían sin control. La negación que la había sostenido hasta ese momento se derrumbaba de golpe. El mundo seguro que creía tener al lado de su padre ahora se desmoronaba frente a ella.

Y en ese silencio roto, solo por el llanto contenido de la niña, Rosa entendió que nada volvería a ser como antes. El silencio de la madrugada pesaba sobre la casa. Mariana estaba acostada, pero no podía pegar los ojos. Desde la noche en que su mamá sorprendió al abuelo en el pasillo, cada ruido parecía una amenaza. El crujido de un mueble, el chirrido de la madera, todo sonaba como pasos acercándose. Abrazada a la almohada, pensaba en lo que Lucía siempre le decía.

Aquí está segura. Pero en su propia casa no había seguridad. El miedo era más grande que cualquier cosa. Sentía que si se quedaba ahí, eso nunca tendría fin. Con las manos temblorosas se levantó despacio, sacó su mochilita de la escuela de debajo de la cama y se puso un suéter gastado. Abrió la ventana con cuidado y salió al patio tratando de no hacer ruido. El corazón le latía con fuerza, pero sus pies parecían guiados por la urgencia.

Las calles estaban desiertas, los postes iluminaban tramos aislados de la banqueta y el viento frío de la madrugada hacía que le castañearan los dientes. Mariana caminaba rápido, volteando hacia atrás en cada esquina, temiendo ver al abuelo salir de la oscuridad. Después de varios minutos, finalmente divisó la escuela. La reja estaba cerrada. Mariana se acercó y empezó a golpear con fuerza. “Ábranme, por favor, ábranme.” Gritaba casi sin voz. El portero don Joaquín despertó asustado de la silla donde cabeceaba.

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