Mantengamos la calma, por favor. Maestra Lucía, no es apropiado discutir estos temas en la entrada de la escuela. Lucía enderezó los hombros. Directora, la alumna está en riesgo. La policía ya fue avisada. No podemos fingir que no pasa nada. Carmen la interrumpió con autoridad. Lo que no podemos es manchar la reputación de la escuela con acusaciones sin pruebas. Ya hay policías involucrados, ya hay reportes. Nuestro papel ahora es proteger la imagen de la institución y seguir trabajando.
Proteger la imagen, replicó Lucía. ¿Y quién protege a la niña? Rosa aprovechó la intervención de la directora como respaldo. ¿Lo ve? Hasta la directora lo sabe. Usted está exagerando. Es maestra, no investigadora. Lucía sintió la sangre subirle al rostro. Estaba acorralada. De un lado la mamá en negación, del otro la dirección tratando de silenciarla. Pero al mirar a Mariana, que se escondía detrás de la falda de su madre, con los ojos llenos de lágrimas, renovó su decisión.
Podrán intentar callarme, podrán dudar de mí, pero no voy a rendirme con esta niña. Ella confió en mí y no voy a dejarla sola. El silencio cayó pesado en la entrada. Rosa jaló a su hija del brazo y entró a la escuela con la cabeza gacha, sin mirar a nadie más. Carmen suspiró y llamó a Lucía a la dirección. El conflicto apenas empezaba, pero ya quedaba claro. La maestra no se detendría, aunque tuviera a todos en su contra.
La madrugada cayó silenciosa sobre la casa. Esteban estaba acostado, pero el sueño no llegaba. Desde la declaración de su hija, algo dentro de él no dejaba de latir. Mariana no era una niña que inventara historias, mucho menos que llorara por cualquier cosa. El recuerdo de su voz temblorosa resonaba en su cabeza. Entra a mi cuarto cuando mi mamá está dormida. Se volteó en la cama y miró a un lado. Rosa dormía profundamente, el rostro contra la almohada, como buscando en el sueño una fuga de la realidad.
Esteban suspiró y se levantó para beber agua. Fue en ese momento que escuchó un ruido leve en el pasillo. El sonido era casi imperceptible, pero bastó para que se le erizara la piel. Caminó despacio, los pies descalzos evitando que crujiera el piso de madera. se acercó al cuarto de su hija. La puerta estaba entreabierta y justo ahí, parado como una sombra, estaba Rogelio. El viejo no notó de inmediato la presencia del yerno. Esteban se detuvo unos segundos observando.
El corazón le latía fuerte, la mente buscaba explicaciones, pero ninguna tenía sentido. Rogelio preguntó en voz baja para no asustar a la niña. El hombre se giró lentamente acomodando la cobija en el brazo. Ah, Esteban. Solo estaba tapando a la niña. Se mueve mucho en la noche. La cobija se cae y no quiero que se resfríe. Esteban entrecerró los ojos. A las 2 de la mañana y sin avisar a nadie, Rogelio forzó una sonrisa. Suelo revisar cuando me quedo a dormir aquí.
Los viejos tenemos el sueño ligero, ya sabes. Solo me preocupo por mi nieta. Esteban se mantuvo firme, pero no respondió. Miró rápidamente hacia dentro del cuarto. Mariana estaba acostada, inmóvil, como si hubiera sentido la presencia de alguien y fingiera dormir. El pecho le ardía de rabia, pero no quería despertarla con una discusión. Está bien, pero la próxima vez avisa. No quiero sorpresas en mi casa. dijo Esteban seco. Rogelio asintió todavía con esa sonrisa fingida y se dirigió al cuarto de visitas.
Esteban se quedó un instante más en la puerta de la niña. Observó el cuerpecito bajo la cobija, el rostro vuelto hacia la pared. Quiso entrar, despertarla, abrazarla, pero temió empeorar la angustia que ella ya cargaba. Volvió a la recámara, pero no pudo dormir. Se quedó acostado, con los ojos abiertos en la oscuridad, cada sonido de la casa sonando más fuerte de lo normal. En la mente, solo una certeza, algo profundamente malo estaba pasando bajo su propio techo.
Y desde esa noche no volvería a descansar. A la mañana siguiente, Lucía notó a Mariana todavía más retraída. La niña evitaba el recreo. Prefería quedarse en el salón. con la mirada fija en la puerta, como esperando que alguien apareciera de repente. Durante la actividad de artes, mientras sus compañeros dibujaban árboles, casas y animales, Mariana permaneció callada moviendo lentamente el lápiz sobre el papel. Cuando todos ya entregaban los trabajos, ella se acercó a la maestra dudosa y extendió la hoja doblada en cuatro.
Maestra, es para usted, pero no se lo enseña a nadie. dijo con la voz casi apagada. Lucía la abrió despacio. El dibujo era sencillo, con trazos infantiles, pero transmitía algo inquietante, una cama pequeña, una puerta abierta y a un lado la figura de un hombre alto. El detalle que más llamaba la atención era la mirada de esa figura. Dos puntos negros exagerados hechos con tanta fuerza que casi rompían el papel. Mariana, ¿ese dibujo es del que me hablaste?”, preguntó Lucía con cuidado.
La niña asintió con la cabeza, los ojos llenos de lágrimas. Él se queda ahí parado. Lucía tragó saliva, guardó el papel dentro de una carpeta y abrazó a la alumna. No dijo nada más, solo la acompañó de vuelta al salón intentando transmitirle seguridad. En cuanto tuvo un receso, corrió a la comisaría y entregó el dibujo a los investigadores. El agente que la atendió observó la hoja unos segundos antes de suspirar. Maestra, sabemos el peso de esto, pero legalmente aún es débil.