“Maestra, mi abuelo lo hizo otra vez…” – La maestra llama a la policía de inmediato….

Lo dijo con una dulzura ensayada. con tono de abuelo ejemplar, aunque su mirada era dura. Rosa asintió como queriendo creer cada palabra. “Ven, él es el pilar de la familia. Sin él no sé qué haríamos”, dijo casi llorando. Esteban cruzó los brazos mirando fijo al suegro. “Tal vez ya es hora de descubrir qué pasa realmente en esta casa. ” El reporte se levantó. Los policías se retiraron con la promesa de regresar. Cuando la puerta se cerró, el silencio pesó.

Mariana se abrazó a su mamá, pero sus ojos buscaban únicamente a la maestra. Lucía, antes de irse, se inclinó y le susurró, “Voy a seguir cerca.” “Sí, no está sola. ” Desde el otro lado de la sala, Rogelio observaba en silencio con una sonrisa demasiado falsa para ser sincera. Dos días después del episodio en la escuela, la policía llevó a Mariana al centro especializado para su declaración. El edificio era sencillo, pero había intentedor. Paredes con dibujos de niños, juguetes regados por el suelo, libros infantiles en estantes bajitos.

Nada, sin embargo, ocultaba el peso de lo que se iba a decir ahí dentro. Lucía esperaba en el pasillo, inquieta, caminando de un lado a otro. Se sentía responsable, como si toda la carga de la situación hubiera caído sobre sus hombros. Más adelante, Rosa y Esteban esperaban en silencio, cada uno hundido en sus propios pensamientos. La mamá con el rostro cansado, los dedos temblorosos jugando sin parar con la argolla, el papá con los brazos cruzados y la mandíbula rígida.

incapaz de esconder la desconfianza. Rogelio, enfermo, no apareció, pero su ausencia era tan calculada como la imagen de hombre respetable que intentaba mantener. La psicóloga, que dirigiría la sesión abrió la puerta y llamó a Mariana. La niña entró despacio con los ojos bajos. La profesional no hizo preguntas directas de inmediato. Se sentó en la alfombra y le ofreció hojas y lápices de colores. Puedes dibujar lo que quieras, Mariana. Aquí estás segura. La niña permaneció callada por largos minutos.

dibujó una cama, una puerta y una figura masculina demasiado grande junto a la cama pequeña. La psicóloga observó sin interrumpir. Solo después preguntó, “¿Me contaste que no querías ir con tu abuelo, ¿por qué?” Mariana soltó el lápiz un momento, respiró hondo y respondió con voz bajita, “¿Por qué entra a mi cuarto cuando mi mamá está dormida?” La psicóloga no reaccionó de inmediato, solo le hizo un gesto para que siguiera. ¿Y qué pasa cuando él entra? Mariana desvió la mirada, apretó la hoja hasta arrugarla.

Dice que es un secreto, que si lo cuento, mi mamá se va a enojar conmigo. Afuera. El silencio se volvió pesado. Esteban cerró los ojos con la respiración entrecortada. Lucía sintió las piernas temblarle. Rosa, en cambio, negaba con la cabeza como queriendo borrar esas palabras del aire. “Los niños inventan. A veces confunden un sueño con la realidad”, murmuró Rosa con voz débil, pero convencida, aferrándose a la idea de que todo era confusión. La declaración terminó con cuidado, sin presionar a la niña más allá de lo soportable.

La psicóloga anotó, había señales consistentes de riesgo, pero todavía sin pruebas directas suficientes para apartar a Rogelio de inmediato. El procedimiento requería tiempo. Al salir, Esteban encaró a su esposa. “Todavía vas a decir que soñó, que todo es imaginación.” Rosa desvió la mirada, secándose discretamente una lágrima. Yo no puedo creer esto. Es mi papá, Esteban. Mi papá. Esteban no respondió. Solo miró a Mariana, que caminaba de la mano de Lucía, aferrada a ella, como si fuera la única persona en quien realmente confiaba.

A la mañana siguiente de la declaración, Lucía caminó hacia la escuela con la mente agitada por las palabras de Mariana. La imagen de la niña diciendo, “Entra a mi cuarto cuando mi mamá está dormida.” No salía de su cabeza. Sentía la obligación de actuar, aún sabiendo que cada paso aumentaba la tensión dentro de la misma comunidad escolar. Poco después, Rosa apareció en la entrada para dejar a su hija. Su rostro estaba duro, los ojos rojos de no haber dormido en toda la noche.

Lucía se le acercó con cuidado, pero sin esconder la firmeza. Rosa, necesitamos hablar. Lo que Mariana contó no puede ignorarse. Ella está mostrando señales claras de sufrimiento. Rosa respiró profundo, casi explotando. Maestra. Usted se está dejando llevar. Mariana es solo una niña. Dice cosas que no entiende. Don Rogelio siempre la ha cuidado. Siempre ha estado ahí. Yo dependo de él. ¿Entiende? Dijo con la voz temblorosa. Y ahora usted está poniendo a todos en su contra. No estoy contra nadie, rosa.

Estoy del lado de tu hija. Viste cómo reaccionó. Ella tiene miedo. No es invención, insistió Lucía. Rosa se giró de golpe, apuntando con el dedo a la maestra. Usted está inventando. Le llenó la cabeza de historias. Mi papá jamás le haría daño. Yo lo conozco. Usted no sabe de qué habla. Las voces fuertes llamaron la atención de algunos padres que aún estaban en el patio. En ese momento, la directora Carmen apareció intentando controlar la situación con una sonrisa falsa.

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