Lo que empezó como un proyecto local se transformó en un movimiento educativo. Fabiana, que nunca se imaginó hablando frente a grandes auditorios, aprendió a hacerlo con seguridad. No compartía los detalles más crudos, pero hablaba del coraje, de la protección, del derecho a vivir sin miedo. Siempre terminaba sus charlas con la misma frase: “A veces la vida nos entierra, pero si respiramos profundo y nos aferramos al amor, podemos volver a salir.
” Esa línea simple contundente se volvió un mantra para muchos. Violeta, aunque prefería mantenerse en segundo plano, participaba también. se encargaba de guiar a los niños en talleres creativos, enseñando cómo convertir experiencias difíciles en cuentos, dibujos o juegos. Si lo puedes contar, ya no te controla, repetía.
Los gemelos, cada vez más conscientes de su historia, colaboraban con ideas, organizaban los materiales y hasta actuaban pequeñas escenas inspiradas en su pasado. Lejos de traumatizarlos, el proceso los fortalecía. Habían aprendido que ser vulnerables no los hacía débiles, sino valientes.
En una de esas visitas a una escuela rural, un niño se acercó a Mateo y le preguntó en voz baja si era cierto que había estado muerto de verdad. Mateo se encogió de hombros y respondió con una sonrisa. Casi, pero mi mamá me salvó. La respuesta se volvió viral tras ser grabada por una maestra. no tardó en aparecer en redes sociales, acompañada de miles de comentarios que aplaudían la entereza del niño y la valentía de su familia.
Aunque al principio Fabiana temió la exposición, pronto entendió que ese tipo de visibilidad no los dañaba, sino que ayudaba a otros. recibió mensajes de mujeres de todas partes del país, algunas atrapadas en relaciones peligrosas, otras que simplemente necesitaban escuchar que no estaban solas. Fabiana respondía cada uno con cuidado.
No podía resolver sus vidas, pero podía ofrecer algo que un día le faltó, una voz que dijera, “Yo te creo.” Y así, sin haberlo planeado, su historia seguía multiplicándose como un eco de amor y resistencia que no quería apagarse. Con el tiempo, Fabiana decidió publicar un libro. No lo escribió sola, fue una construcción familiar.
Ella redactó los capítulos centrales. Andrés ayudó con la edición. Violeta aportó relatos de su juventud y su estrategia silenciosa. Y los niños ilustraron algunas páginas con dibujos simbólicos. El título fue sencillo, pero lleno de significado. Bajo tierra sobrevivimos.
No era una historia de horror, sino de redención. contaba como una madre y sus hijos fueron capaces de escapar no solo de un ataúd, sino del silencio, del miedo y de una vida marcada por la traición. El libro fue bien recibido, especialmente en espacios de educación y salud mental. se convirtió en una herramienta de diálogo en grupos de terapia y talleres de empoderamiento.
Fabiana recibió invitaciones para entrevistas y paneles, pero aceptaba solo algunas. No buscaba fama. Lo único que quería era que su experiencia sirviera de faro para quien caminaba en la oscuridad. En cada ejemplar que firmaba escribía la misma dedicatoria. Nunca subestimes la fuerza de una madre, ni la tuya, ni la de nadie.
Violeta, al sostener el primer ejemplar impreso, se emocionó hasta las lágrimas. “Nunca pensé que algo tan feo pudiera convertirse en esto”, dijo mientras acariciaba la tapa con las manos temblorosas. “Vos hiciste que fuera posible, mamá”, respondió Fabiana abrazándola. Ese momento fue fotografiado por Andrés y la imagen quedó impresa en la última página del libro como epílogo visual, tres generaciones unidas por algo más fuerte que el miedo.
Matías y Mateo, al ver el libro en una librería por primera vez, lo señalaron emocionados. Ese es nuestro”, dijeron con orgullo, no por el morbo de la historia, sino por el viaje que representaba. Desde ese día, cada vez que alguien nuevo se acercaba a Fabiana para agradecerle por su valentía, ella recordaba todo lo que habían enterrado literal y emocionalmente, y sonreía porque ya no dolía igual, porque cada herida cicatrizada ahora era una página más de una historia que nunca debió comenzar con una traición, pero que encontró su
redención en la fuerza inquebrantable del amor. A pesar de todo lo que habían construido, Fabiana sabía que las heridas profundas no desaparecen por completo. Algunas noches aún despertaba sobresaltada con el eco de la tapa del ataúdrándose sobre su rostro. En esos momentos, Andrés se sentaba a su lado, tomaba su mano y le recordaba, “Estás aquí, ya pasó.” Esa simple frase era su ancla.
No necesitaba explicaciones ni consuelo elaborado, solo saber que no estaba sola. Los gemelos también tenían sus sombras. A veces, durante tormentas o cuando algo le recordaba aquella casa vieja, buscaban la presencia de su madre o de la abuela para sentirse seguros. Pero ya no lo hacían con pánico, sino con una madurez que sorprendía.
“No tengo miedo, solo quiero estar cerca”, decían. Fabiana veía en ellos una fortaleza que no se podía fingir. No eran niños que habían sido rescatados, eran niños que habían luchado y elegido vivir con luz. Eso era lo que más la emocionaba, que su historia no se tratara de lo que les hicieron, sino de lo que eligieron hacer con eso. Un día, mientras organizaban la biblioteca comunitaria que había surgido a partir del proyecto de la cápsula del pasado, Matías encontró un libro viejo sin título, lleno de hojas en blanco.