“Gracias por no rendirte”, decía la primera línea. Era de uno de los enfermeros que había ayudado a simular su muerte. explicaba que había dudado, que casi se arrepiente de participar en algo tan arriesgado, pero que al ver a Fabiana salir viva del ataúd, entendió que había hecho lo correcto.
Usted me enseñó que la vida a veces requiere actos locos para defender lo que amamos, concluía. Fabiana guardó esa carta en una caja junto con los dibujos que sus hijos hicieron en la Casa Segura, las máscaras de oxígeno y una foto antigua de su padre, el verdadero padre de los gemelos. Era su forma de no olvidar, porque aunque el tiempo cicatrizara las heridas, ella no quería borrar el pasado, sino recordarlo como lo que fue.
Una prueba brutal que terminó revelando quién era ella realmente. No solo una madre, no solo una víctima, sino una mujer capaz de resurgir desde la muerte misma para defender a los suyos. Andrés, el hombre que Fabiana había conocido en la escuela, fue poco a poco ocupando un lugar especial en sus vidas. Nunca forzó nada. Sabía escuchar, sabía esperar.
Su hija, Emma, se volvió amiga inseparable de los gemelos y juntos formaban un pequeño equipo imposible de separar. A diferencia de Moisés, Andrés cocinaba los fines de semana, limpiaba sin que se lo pidieran y hablaba con ternura incluso cuando estaba cansado. Fabiana no se enamoró de inmediato, pero sí aprendió a confiar.
Cada pequeño gesto, un té caliente al final del día, una nota en la mochila de los niños, un mensaje sin pretensiones, le enseñaba que el amor no debía doler. Cuando finalmente decidió abrirle la puerta de su corazón, no fue por necesidad, sino por decisión, no porque quería llenar un vacío, sino porque él había sabido construir algo nuevo a su ritmo, sin invadir.
Los niños lo llamaban Andy y lo veían más como un cómplice de juegos que como un padrastro. Y eso a Fabiana le bastaba, ver a sus hijos sonreír sin miedo, sin preguntas, con la certeza de que ahora vivían en un hogar real. Una noche, mientras arreglaban la cena, Mateo preguntó si podían celebrar su próximo cumpleaños con una fiesta de misiones secretas, pero sin pastel envenenado. Sí. agregó con una carcajada.
Fabiana y Violeta se miraron primero tensas, luego sonriendo. Habían logrado algo increíble: convertir el horror en humor, la tragedia en juego. Decidieron que sí, que ese sería el nuevo ritual. Cada año los cumpleaños tendrían una misión especial. Ese año debían ayudar a alguien del vecindario sin que lo notara.
El siguiente harían una búsqueda del tesoro que enseñara a cuidar el medio ambiente. Así, poco a poco, el cumpleaños dejó de ser una fecha traumática y se volvió símbolo de reinvención. Fabiana escribía todo en un cuaderno. Las ideas de los niños, las reacciones de los vecinos, los aprendizajes de cada juego.
Quería que algún día Matías y Mateo leyeran esas páginas y entendieran que incluso los momentos más oscuros pueden transformarse en algo luminoso si se elige luchar por la vida una vez más con todo el corazón. El nuevo hogar se llenó de detalles pequeños que hablaban de lo vivido. Una pared con dibujos de los tituns niños donde cada uno representaba una aventura secreta.
Una repisa con frascos vacíos de oxígeno convertidos en macetas y una caja cerrada con llave que nadie más podía tocar. Violeta la llamaba la cápsula del pasado y decía que solo se abriría cuando los gemelos cumplieran 18. era su forma de protegerlos de una historia que aún no estaban listos para entender del todo. Fabiana respetaba esa decisión.
Sentía que la infancia de sus hijos debía ser libre de culpas y explicaciones demasiado pesadas. Había tiempo para todo. Lo importante era que en el presente los niños crecían rodeados de afecto, juegos y personas que los miraban con ternura en lugar de sospecha.