Los hijos gemelos del millonario viudo pasaban hambre hasta que la nueva niñera hizo algo inesperado y les cambió la vida para siempre-a-diuyy

No ha podrido, pero sí a tiempo detenido.
Era un cuarto mediano con un escritorio lleno de papeles, una silla giratoria, fotos enmarcadas y un perchero con un suéter colgado. Todo estaba en su sitio como si alguien todavía lo usara. En las paredes había dibujos hechos por niños, algunos firmados con crayón. Para mamá, con amor. Mariana

sintió un hueco en el estómago.
Ahí estaba Lucía, no en cuerpo, pero en cada cosa. Había fotos de ella con los gemelos de bebés en la playa, en el jardín de la casa. Lucía sonreía en todas, se veía viva, se veía feliz. Mariana no pudo evitar acercarse. Tocó un portarretratos con cuidado, como si al moverlo pudiera alterar algo

importante. Sobre el escritorio había una libreta de notas.
No era un diario, pero tenía cosas escritas a mano. Recetas, listas de cosas por hacer, anotaciones sobre los niños. Mariana pasó las hojas con cuidado. Una decía, “Emiliano odia el huevo, pero le encanta el pan con canela. Sofía prefiere estar callada, pero dibuja todo lo que siente. Mariana se

quedó leyendo eso una y otra vez.
Era como si Lucía aún estuviera ahí, guiándola desde milonicientos de lejos. No sabía cuánto tiempo llevaba en el cuarto cuando escuchó pasos en el pasillo. Cerró la libreta rápido y dio un paso hacia atrás. La puerta se abrió de golpe. Era Ricardo. Tenía los ojos duros. la boca apretada. “¿Qué

haces aquí?”, dijo sin gritar, pero con una voz que dolía. Mariana tragó saliva. Estaba limpiando.
La puerta no tenía llave, solo quería. Ricardo levantó la mano. “Este cuarto no se toca.” Mariana quiso explicarle, pero él ya había entrado. Se acercó al escritorio, tomó la libreta y la guardó en un cajón. Luego cerró con llave. Aquí no se entra. Punto.

Mariana no dijo nada, solo salió del cuarto con la cara caliente, bajó rápido las escaleras y se metió en la cocina. Chayo estaba ahí picando cebolla. ¿Qué hiciste ahora? Preguntó con tono entre burla y molestia. Mariana no respondió. Solo se sirvió un vaso de agua. Chayo la miró de reojo. Entraste

al estudio, ¿verdad? Mariana asintió sin hablar. Chayo soltó un suspiro.
Ahí nadie entra desde que se murió Lucía, ni él mismo se atreve a tocar nada, pero parece que tú le estás sacando todo lo que tenía guardado. Mariana no sabía si eso era un reproche o una observación. Dejó el vaso sobre la mesa y se sentó. Su cabeza daba vueltas. Lucía no estaba viva, pero se

sentía presente en cada rincón, y esa presencia no dejaba espacio para nadie más.
Ricardo seguía atado a ella, eso era claro, pero también era claro que los niños estaban empezando a soltarse y él él parecía no saber qué hacer con ese cambio. Esa noche Mariana se acercó a los gemelos mientras armaban un rompecabezas. Les preguntó por su mamá. Sofía bajó la mirada. Emiliano dijo.

Ella cantaba mientras cocinaba. Mariana sonrió.
¿Qué cantaba? Una canción vieja, la de los elefantes que se balanceaban. Mariana empezó a cantarla bajito. Sofía la miró. ¿Tú la conocías? Mariana negó con la cabeza. “Pero me la puedo aprender.” Cantaron un ratito. Luego los llevó a dormir, les dio un beso en la frente y cuando salió del cuarto se

quedó un momento afuera. El pasillo estaba oscuro.
Al fondo se veía la puerta del estudio cerrada. Mariana sabía que no debía volver a entrar, pero también sabía que ese cuarto no solo estaba lleno de recuerdos, estaba lleno de secretos. Y tarde o temprano esos secretos iban a salir porque Lucía ya no estaba, pero su sombra todavía mandaba. Esa

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