Salió sin hacer ruido, con su mochila en la espalda y los ojos llenos de lágrimas. No había pelea, no había escándalo, solo una decisión que tomó con el corazón apretado. Ricardo no se enteró hasta que bajó a desayunar y Chayo le dijo que Mariana no estaba. La buscó en la cocina. en el cuarto de
servicio, en el jardín. Nada. Luego encontró su carta, no una para él, sino para los niños. En ese momento supo que no podía quedarse quieto.
¿A dónde fue?, le preguntó. A Chayo. No dijo, respondió ella encogiéndose de hombros. Solo me agradeció y me pidió que cuidara a los niños. Ricardo se quedó con la carta en la mano. Subió al cuarto de los niños. Emiliano estaba sentado en la cama abrazando su almohada. Sofía miraba por la ventana.
Nadie lloraba, pero el silencio pesaba. Ricardo se acercó.
Vamos a buscarla. Emiliano alzó la cabeza. En serio. Sí, pero necesito su ayuda. Ricardo se fue al estudio, abrió la computadora, buscó en correos antiguos. Recordó algo que Mariana le había contado una vez, que trabajó en una cafetería antes de entrar a la casa, una que olía a pan recién hecho y
ponían rancheras todo el día había dicho eso bastó. Llamó a cinco lugares. Nadie la conocía.
En el sexto intento, una voz dijo, “Sí, Mariana, volvió hace poco. Está en la barra. Le dices que la buscas.” Ricardo se quedó callado. Luego dijo, “No, solo dígale que alguien va para allá.” Se puso saco, tomó las llaves, bajó corriendo. Los niños lo esperaban ya con mochilas. No querían perderse
momento. La cafetería estaba en un barrio sencillo.
Las mesas eran de madera, los manteles de cuadros. Mariana estaba sirviendo café cuando los vio entrar. Su corazón se detuvo, se quedó congelada con la jarra en la mano. Ricardo no dijo nada, caminó hasta ella. Los niños corrieron primero. Emiliano la abrazó por la cintura. Sofía lloró en su pecho.
Mariana los envolvió a los dos.
No podía hablar, solo respiraba entrecortado. Ricardo se quedó parado, luego se acercó. Le tocó la mano. No debiste irte. Pensé que era lo correcto, respondió ella sin soltar a los niños. Pero no era lo que queríamos, ni ellos ni yo. Mariana soltó una carcajada mezclada con llanto, de esas que solo
salen cuando todo se rompe y se arregla al mismo tiempo. Pensé que te costaría elegir. Ya no tengo dudas.
En la cafetería nadie interrumpía, nadie miraba feo. La dueña, una señora de delantal con manchas de harina, los observaba desde la cocina con una sonrisa. Ricardo sacó un papel del bolsillo. Era una copia del testamento. Había tachado algo con marcador rojo. Ya no importa lo que diga esto,
prefiero perder todo a perderte a ti.
Mariana lo abrazó, cerró los ojos y por fin respiró en paz. Esa tarde regresaron los cuatro juntos. En el auto los niños hablaban sin parar. Mariana se reía. Ricardo los miraba por el retrovisor. Nadie mencionó el pasado, solo el regreso. Y aunque faltaba un capítulo más, en ese momento todos