Los hijos gemelos del millonario viudo pasaban hambre hasta que la nueva niñera hizo algo inesperado y les cambió la vida para siempre-a-diuyy

interrumpió él. Sí, admitió ella en un hilo de voz.
Sí, porque te dolía ver que estaban bien sin mí. Porque no querías perder lo que creías que era solo tuyo. Mariana escuchaba con el corazón en la garganta. No buscaba hablar, pero no se quedó callada. ¿Qué te da derecho? Adriana miró a los niños. que seguían con los ojos fijos. “Soy su tía”, dijo,

“pero no soy madre y esa diferencia es lo que nunca pudiste aceptar.” Ricardo se puso de pie.
“Nosotros decidimos quién está aquí y quién trajo mentiras. Se va.” Adriana soltó un soyo. Yo solo. No pudo terminar. Ricardo la miró con tristeza y firmeza al mismo tiempo. Ve no regresas, le indicó la salida con la mirada. Después de un silencio pesado, ella se levantó en el umbral se detuvo.

Volteó a mirar a los niños, respiró y salió sin despedirse. La puerta bajó con un rose suave, como una despedida que no se escuchó. Mariana sintió que el aire de la sala cambió. Los niños se soltaron. Sofía se acercó primero. Se abrazó a Mariana, después a Ricardo. Emiliano lloró un poco. Ricardo

los abrazó a ambos. No dijo nada. Por fin no hubo más charlas.
Un minuto después, Mariana salió sin prisa, se acercó a Ricardo, le tomó la mano y la apretó. Él le devolvió la sonrisa más tranquila que ella había visto en semanas. Los niños estaban acomodando sus platos. Nadie hablaba, pero todo era tan claro ahora que no hacía falta decir una sola palabra.

Adriana había salido al descubierto sin mentiras, sin fotos, sin manipulación y la familia tras el susto respiraba nuevamente con la certeza de que lo que pasa dentro de esa casa se decide adentro, no afuera. La casa por fin respiraba calma. Después de tanto, los días parecían normales. Los niños

jugaban sin miedo. Mariana sonreía sin culpa y Ricardo se tomaba su café en silencio, sin la cara tensa que había llevado por semanas. Todo estaba como debía.
Hasta que de pronto Mariana empezó a notar algo raro, algo pequeño. Ricardo se volvió distante. No era grosero ni frío, pero ya no buscaba su mirada como antes. Ya no tocaba su mano por costumbre, ni se reía cuando los niños decían cosas sin sentido. Mariana lo dejó pasar uno, dos días. Pensó que

era cansancio, que solo necesitaba espacio, pero al tercer día se acercó a su oficina y escuchó una llamada.
Sí, lo sé, pero no puedo seguir con esto si me siguen presionando decía Ricardo en voz baja. Mariana no se movió, se quedó detrás de la puerta sin querer escuchar más, pero escuchó. No, no se lo he dicho, porque si se lo digo se va y no quiero que se vaya. Cuando Mariana entró, Ricardo colgó

rápido. Su cara cambió al verla. Mariana lo miró fijo. ¿Qué está pasando? Ricardo tragó saliva. No supo por dónde empezar. Es algo que no planeé.
No tiene que ver contigo ni con los niños. Entonces dilo. Le pidió Mariana con calma, aunque por dentro sentía que el corazón se le salía. Ricardo suspiró. El testamento de Lucía. Mariana se quedó quieta. ¿Qué pasa con el testamento? Ricardo se levantó, caminó por el despacho. Lucía dejó una

cláusula.
Dijo que si yo llegaba a rehacer mi vida con alguien más. Antes de que pasaran 3 años de su muerte, perdía la administración total del patrimonio de los niños. No el dinero, no la casa, el control legal. Y eso, eso lo tomaría Adriana. Mariana sintió como si alguien le hubiera jalado el piso. Me

estás diciendo que si seguimos juntos le das a Adriana el poder sobre tus hijos.
Ricardo asintió en silencio. No había nada más que decir. Mariana no gritó, no lloró, solo se giró y salió del despacho. Ese día no cenó con ellos, no leyó cuentos, no subió a acomodar juguetes, se encerró en su cuarto y se sentó frente a la ventana. Pensó en irse.

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