la cabeza un instante y sigue su camino hacia la cocina, pensando en qué hacer para que esos niños coman.
Afuera, mientras el sol baja, las sombras crecen por la mansión. Y Mariana se pregunta si esos hilos de silencio podrán romperse con ella. Se queda un instante viendo una galleta que alguien dejó sin terminar en la encimera. Se la lleva a la boca y la prueba insípida, pero hay una chispa de
complicidad en el simple gesto. Cierra los ojos.
Esto apenas comienza. Mariana se cambió de ropa rápido. Nada de uniforme, nada de parecer enfermera ni maestra estricta. Eligió unos jeans cómodos y una blusa clara. se recogió el cabello y bajó a la cocina. Ahí conoció a Chayo, la cocinera, una señora de unos 60 años, seria con voz grave.
Mariana se presentó con una sonrisa, pero Chayo apenas levantó la vista de los vegetales que estaba picando. ¿Para qué te arreglas tanto? Aquí los niños ni te pelan y el señor menos. Soltó sin filtro. Mariana solo rió bajito. No le gustó el tono, pero decidió no engancharse. Mientras Chayo
terminaba la comida, Mariana preguntó cómo les gustaba la comida a los niños.
Les gustaba el arroz con plátano, pero eso era cuando Lucía estaba viva. Dijo Chayo sin detenerse. Mariana notó ese les gustaba como si ya no les gustara nada. ¿Y qué comieron ayer? Preguntó. Nada. Mariana se quedó callada. Chayo no parecía preocupada. Así son. No comen. Desde que se murió su mamá,
nadie los ha hecho comer. Ya pasaron cinco niñeras. Todas se fueron.
A Mariana le picó la curiosidad, pero no quiso parecer. Metiche. Se acercó a la mesa, limpió un poco el área y comenzó a poner los platos. El comedor estaba enorme, con una lámpara colgando que daba más sombra que luz. Puso servilletas con figuras de animales que encontró en un cajón.
Nada muy llamativo, solo un intento por hacer el momento más amable. Ricardo apareció puntual, vestido igual que en la mañana, elegante, pero sin alma, saludó seco, se sentó al frente de la mesa y revisó su celular. Mariana colocó los platos y llamó a los niños. Bajaron sin prisa, tomados de la
mano. Se sentaron uno frente al otro. Nadie hablaba. Chayo sirvió.
Arroz, pollo asado y sopa caliente. El olor era bueno, pero los niños ni lo miraron. Mariana se sentó al lado de ellos observando cada gesto. Ricardo levantó la vista un segundo. “Pueden comer si quieren. No están obligados”, dijo. Luego bajó la mirada al teléfono. Mariana se inclinó un poco hacia
Sofía. “¿Quieres que te ayude con el pollo?” La niña negó con la cabeza.
Emiliano solo miraba su plato como si fuera una hoja en blanco. Mariana pensó en sus sobrinos, en cómo les gustaba hacer figuras con la comida. “¿Y si hacemos una carita con el arroz?”, propuso en voz baja. Sofía giró los ojos. No queremos comer. Soltó Emiliano sin emoción. Ricardo levantó la vista,