mundo se caía.
Ricardo vio a Mariana ahí parada, se le tensaron los músculos, miró los papeles, luego a ella. Es verdad, preguntó Mariana negó. No, nunca. No sé quién dijo eso. Se veía vulnerable. Ricardo se giró hacia Adriana. ¿Dónde conseguiste esto? Ella alzó la barbilla. Se busca. Está en internet. Ricardo
agarró unos papeles y empezó a quemarlos con fuego de encendedor. Adriana abrió la boca para decir algo, pero él la interrumpió.
Esto no me importa. ¿Entendiste? Adriana no dijo nada, solo respiró hondo y se fue sin mirar atrás. Se fue con paso firme con los tacones marcando los azulejos. Mariana salió del despacho. Ricardo la encontró en la puerta. Lo siento”, dijo él con voz cansada. Mariana lo miró y trató de recomponerse.
“Yo no les fallaré.
” Ricardo la abrazó y por primera vez habló como papá y como pareja. Yo te creo. Ese abrazo no era de trabajo, era de familia. Lo que Adriana hizo no solo sembró dudas, también activó algo dentro de Ricardo, la necesidad de proteger a quienes ama. Y Mariana, sin decir una palabra más, lo sabía y
sentía que la jugada de Adriana no se quedaría sin respuesta. Esa noche Mariana no cenó.
No tenía hambre. Se quedó sentada en el cuarto de servicio con la cabeza apoyada en la pared y los ojos fijos en la nada. Le dolía la espalda, pero más le dolía el corazón. No por las fotos ni por lo que Adriana había dicho, eso ya lo había vivido. Lo que dolía era ver cómo todo lo que había
construido con los niños podía derrumbarse en un segundo, solo por lo que alguien más decidiera contar de su vida. Ricardo no insistió.
La dejó sola, pero le pidió a Chayo que le llevara un té. Mariana apenas lo probó. A medianoche tocó la puerta de Ricardo. Él abrió con cara de cansado. Sin palabras, Mariana entró, se sentó en el sillón. Él también. Hubo silencio unos segundos. Luego ella habló. Sí, tuve problemas, pero no como
los contaron. Ricardo solo la escuchó. Tenía un hermano menor, se llamaba Miguel.
Cuando éramos niños, él se enfermó mucho. Mis papás no tenían dinero. A veces comíamos un día sí y otro no. Yo me encargaba de él. Le hacía sopas con agua, arroz con aire. Un día se me quedó dormido y no despertó. Ricardo tragó saliva. Mariana seguía. No fue mi culpa, pero me juzgaron. Dijeron que
lo descuidé, que no hice lo suficiente. Tenía 14 años.
Ricardo, ¿qué podía hacer yo? De ahí vino todo. El enojo, la culpa, la forma en que me ve la gente. Me fui del pueblo. Cambié de nombre por un tiempo. Trabajé limpiando casas, cuidando niños, siempre con la idea de que podía ayudar a alguien más. Como no pude ayudar a Miguel. Ricardo no sabía qué
decir.
Mariana lo miró, los ojos húmedos. Y eso es todo. No soy un peligro. No soy una ladrona, solo alguien que ha tenido que empezar muchas veces desde cero. Ricardo se levantó, caminó por la sala, luego se acercó. ¿Y por qué me lo cuentas ahora? Porque no quiero que te lo diga, Adriana. Quiero que lo
sepas de mí. Ricardo se agachó frente a ella, le tomó las manos.
Gracias. Esa noche no pasó nada más. No hubo beso, ni abrazo, ni caricias. Solo dos personas que se miraron con respeto, con verdad. Dos personas que ya no tenían secretos entre sí. Al día siguiente, Ricardo no permitió que Adriana bajara a desayunar con los niños. Le pidió que se fuera.
Le dijo que ya no era bienvenida si venía a sembrar dudas. Mariana lo supo por Chayo, pero no preguntó más porque ahora ella había soltado lo que cargaba. Y por primera vez en mucho tiempo no sentía culpa, solo alivio. Después de que Ricardo enfrentó a Adriana y ella se fue esa mañana, algo cambió