Los hijos gemelos del millonario viudo pasaban hambre hasta que la nueva niñera hizo algo inesperado y les cambió la vida para siempre-a-diuyy

comenzó a recoger los platos, pero Ricardo la detuvo. Déjalo, yo ayudo. Mariana lo miró sorprendida.
Él ya estaba llevando vasos a la cocina. Sofía aplaudió como si fuera una hazaña. Papá está lavando platos. Emiliano le echó porras. Ricardo, entre risas solo dijo, “Hoy todo es diferente, ¿no?” Y sí, lo era, porque esa cena no había sido planeada.
No era una cena elegante ni un evento especial, era solo eso, una cena, una mesa, comida hecha con amor, palabras simples, pero para esa casa era como una fiesta. Mariana se quedó mirando como Ricardo secaba un vaso con un trapo, como Sofía ordenaba las servilletas, como Emiliano cerrábala a la

cena sin que nadie se lo pidiera y pensó que ese momento, por más sencillo que fuera, era justo lo que esa familia necesitaba para empezar a sentirse eso.
Familia, todo empezó un domingo, uno de esos días lentos donde nadie tiene prisa por nada. Ricardo se había ido a correr temprano. Los niños estaban entretenidos en el cuarto de juegos intentando construir un fuerte con cojines. Mariana, mientras tanto, decidió organizar una repisa vieja del

pasillo del segundo piso. No por obligación, lo hizo porque tenía esa costumbre de arreglar lo que otros dejaban olvidado.
Quitó libros empolvados, papeles sueltos, fotos sin marco. Detrás de una pila de revistas encontró una caja de cartón con una cinta azul amarrada floja. No tenía nombre ni etiqueta. Estaba escondida entre una enciclopedia rota y un jarrón agrietado. La caja no pesaba mucho. Mariana la llevó al

cuarto de servicio, la puso sobre la mesa y la abrió.
Dentro había cosas simples, tarjetas de cumpleaños, un dibujo infantil, una bolsita con botones y al fondo un cuaderno de espiral. La portada estaba rayada con marcador negro. Lucía, solo mío. Mariana lo sostuvo con ambas manos. Su instinto le decía que lo cerrara, pero algo más fuerte le decía que

lo leyera. Abrió la primera hoja.
La letra era bonita, con letras redondas y limpias. Lucía escribía como hablaba, eso se notaba. Nada adornado, todo directo. El primer párrafo decía algo sobrefía, vomitando su primera papilla. Luego hablaba de Emiliano y su manía de esconder cosas en los zapatos. Mariana fue pasando páginas. Lo

que tenía en las manos no era un diario común, era más bien una especie de desahogo, un espacio donde Lucía anotaba lo que no podía decir en voz alta.
Había anotaciones sobre Ricardo, algunas dulces, otras no tanto. Una decía, “A veces siento que Ricardo está aquí, pero no está. Mira a los niños, pero piensa en su trabajo o en ella.” Mariana no entendía a quién se refería con ella. ¿Había alguien más? Más adelante encontró algo que la dejó

helada.
Una página arrancada, pero con lo suficiente para leerse. Un pedazo. Adriana vino de nuevo. Dice que no quiere separarnos, pero su mirada me atraviesa. Siento que no ha soltado a Ricardo, aunque él jura que es mi imaginación. Mariana cerró el cuaderno un momento, miró hacia la puerta. Nadie lo

volvió a abrir. Empezó a leer con más detalle.
Lucía contaba momentos felices con los niños, recetas que quería probar, frases que no quería olvidar, pero también había mucho cansancio en sus palabras, cansancio emocional. Dudas. Una línea decía, “Me duele el cuerpo, pero más me duele la cabeza de pensar todo lo que callo.” Y luego, casi al

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