Los hijos gemelos del millonario viudo pasaban hambre hasta que la nueva niñera hizo algo inesperado y les cambió la vida para siempre-a-diuyy

podían olvidarla si se les prohibía recordarla.
Ricardo se quedó quieto, luego se acercó al árbol, pasó la mano por la tabla y se sentó en el suelo. Emiliano se le acercó. Papá, ¿podemos venir aquí todos los días? Ricardo no respondió de inmediato, luego lo miró. Sí, pero solo si cuidan el lugar. Sofía se acercó a él y le puso la tarjeta del club

secreto en las piernas.
Ricardo la miró, sonrió apenas y la guardó en su saco. Esa tarde nadie mencionó la palabra prohibido, nadie cerró la reja. Nadie fingió que no había pasado nada porque ese lugar lleno de polvo y ramas había traído algo que hacía mucho no se sentía. Libertad. Ese día Mariana decidió que no iba a

cocinar sola, no porque estuviera cansada, sino porque ya sentía que ese cocinar con los niños no era una actividad, sino un punto de conexión. Lo que empezaba en 19, la cocina se quedaba con ellos el resto del
día. Y ese día tenía una idea distinta. Por la mañana fue al mercado, no pidió permiso. Le dijo a Chayo que se llevaría a los niños y punto. Ricardo no estaba. Adriana tampoco. Chayo bufó, pero no la detuvo. Mariana caminó con los gemelos por los pasillos del mercado de San Ángel. Les dejó tocar,

oler, probar cosas.
Compraron elotes, pan dulce, fresas frescas, queso Oaxaca y carne para enchiladas. Emiliano eligió las tortillas. Sofía encontró un ramito de flores que quiso llevar para poner bonito el comedor. Cuando regresaron, Mariana los dejó ayudar en todo. Sofía lavó las fresas con tanto cuidado como si

fueran joyas.
Emiliano rayó queso y terminó con los dedos pegajosos. Mariana cocinaba y cantaba. una cumbia vieja que su mamá ponía en casa. Los niños no sabían la letra, pero se reían al escucharla. A eso de las 7, Mariana puso la mesa, pero no en la cocina como siempre. Esta vez fue en el comedor grande, ese

que nadie usaba. Quitó los manteles viejos, puso los individuales que los niños habían decorado con plumones y servilletas de colores.
En medio el ramito de flores que trajo Sofía. Luz baja, olor a comida caliente. Ricardo apareció justo cuando ella encendía la última vela. Se detuvo al ver todo eso. Mariana lo miró. ¿Te quedas a cenar? Él frunció el seño como si la pregunta fuera rara. Aquí. Sí, con nosotros. Ricardo dudó.

Luego vio a Emiliano salir con la jarra de agua, a Sofía acomodando los tenedores y asintió. Se sentaron los cuatro. Mariana sirvió las enchiladas y les explicó lo que habían hecho. Todo esto lo eligieron ellos. Bueno, excepto la cumbia. Sofía rió. Ricardo probó el primer bocado y se quedó callado.

Mariana pensó que no le había gustado, pero él tragó despacio y dijo, “Está muy bueno.
” Emiliano abrió los ojos. En serio. “Sí.” “Muy bueno.” Sofía le puso más queso a su enchilada. La cena siguió sin tenciones. Ricardo preguntó cosas simples. ¿Cómo había sido el mercado que habían comprado si regatearon? Mariana notó que no hablaba como jefe, hablaba como papá, como hombre normal.

En un momento, Emiliano dijo, “Papá, ¿te acuerdas cuando mamá hacía sopa de letras?” Ricardo bajó el tenedor, sonríó, pero esa sonrisa era mitad dulce, mitad triste. Sí, le gustaba esconder palabras. Siempre escribía, “Te amo con letras”, dijo Sofía. Mariana no dijo nada, solo los escuchaba.

Después de la comida no se levantaron de inmediato. Sofía quiso que todos jugaran. ¿Qué prefieres? Con preguntas tontas.
¿Prefieres tener una nariz de payaso o pies de pato? Ricardo se rió. Pies de pato. Así nada mejor. Mariana no lo había visto reír así nunca. No era una carcajada, pero sí un sonido genuino, limpio, de alguien que se había olvidado de reír por mucho tiempo. Cuando se terminó el juego, Mariana

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