“¿Y tú qué crees?” Ricardo levantó la vista.
“No lo sé, pero los niños te necesitan y eso pesa más que cualquier opinión. Esa fue la primera vez que Mariana sintió que algo estaba cambiando entre ellos. No era solo respeto, había algo más, algo que a Adriana no le iba a gustar. Y ella lo sabía porque los celos ya no solo eran por los niños,
eran por todo lo que Mariana estaba empezando a mover en esa casa. Ese sábado amaneció con un solve de esos que invitan a salir.
Mariana despertó a los niños más temprano que de costumbre. Les puso ropa cómoda, tenis y preparó una mochila con agua, fruta y galletas. Emiliano preguntó a dónde iban. Mariana solo sonríó. A un lugar que no conocen bien. Sofía levantó una ceja, pero no dijo nada. Bajaron en silencio. Ricardo no
estaba.
Según Chayo, había salido a una reunión temprano. Eso le daba espacio a Mariana para moverse. Caminó con los niños por el pasillo largo que daba al fondo del jardín. Ahí había una reja que siempre estaba cerrada con candado. Mariana había visto esa reja desde el primer día, pero nunca se atrevió a
preguntar. Hasta que una tarde Emiliano le dijo en voz baja que ahí atrás había algo divertido, que su mamá los dejaba jugar ahí antes de todo. La reja estaba oxidada.
Mariana metió la mano en su bolsillo y sacó una llavecita vieja que había encontrado en un cajón del cuarto de herramientas. Encajó perfecto. El click del candado fue suave, pero en su cabeza sonó como si estuviera rompiendo una regla muy grande. Abrió despacio. Sofía se pegó a su costado. Emiliano
entró primero. El espacio era un segundo jardín escondido.
más salvaje con pasto alto, árboles torcidos, una casita de madera medio rota, una cuerda colgando de una rama y un columpio viejo, todo cubierto de hojas secas. Pero en el aire había algo especial, como si ahí hubiera pasado algo bueno hace mucho. ¿Qué es este lugar?, preguntó Sofía en voz bajita.
Mariana se agachó frente a ella. Es su lugar.
Ustedes lo conocían mejor que nadie. Emiliano empezó a correr. Sofía se quedó quieta unos segundos y luego lo siguió. Mariana los miró jugar. No había gritos fuertes, pero sí risas. Risas reales. El columpio crujía, pero aguantaba. Emiliano subió primero. Sofía empujaba desde atrás. Mariana buscó
un banco viejo y se sentó ahí. Sacó los jugos y los puso sobre una manta.
Se sentía como un día de campo dentro de una casa gigante. Los niños descubrieron una caja enterrada, la sacaron con las manos. Estaba llena de juguetes mojados por el tiempo, pero entre ellos había fotos, piedras pintadas, tarjetas con dibujos. Sofía encontró una donde decía club secreto de Sofía
y Emy. Mariana sintió un nudo en el pecho.
¿Podemos reconstruir la casita?, preguntó Emiliano. “Claro que sí”, respondió Mariana sin pensarlo. Pasaron horas entre ramas, piedras, hojas secas y gritos bajitos de emoción. Sofía encontró una muñeca rota y la sentó en una esquina de la casita. Emiliano puso una piedra grande como si fuera un
asiento.
Mariana arregló el techo con una lona vieja que traía en la mochila. No quedó perfecta, pero ya no se mojaban si llovía. En medio de todo escucharon pasos, pasos firmes. Ricardo se detuvo en seco al ver la reja abierta. Caminó rápido con la cara seria. Mariana lo vio venir, pero no se movió. Los
niños tampoco. Ricardo miró todo en silencio.
El columpio, la casita, los restos del picnic. Luego habló bajito. ¿Quién les dio permiso de entrar aquí? Emiliano lo miró con miedo. Sofía bajó la cabeza. Mariana se levantó. Yo los traje. Este lugar les pertenece y necesitaban volver. Ricardo apretó los labios, se giró y miró hacia el árbol
grande. Ahí había una tabla con los nombres de los niños tallados.
Lucía hizo este lugar para ellos. Dijo casi sin voz. Era su rincón secreto. Mariana no sabía si hablar o quedarse callada. ¿Y por qué lo cerraste?, preguntó ella al fin. Ricardo tardó en responder porque me dolía, porque no podía verlo sin pensar en ella. Mariana lo miró directo y ellos tampoco