LOS GEMELOS MILLONARIOS NO COMÍAN NADA, HASTA QUE LA NUEVA NIÑERA HIZO ALGO — Y EL PADRE VIUDO SE…

Mariana sacó una caja de cartón. Tenía tijeras de punta redonda, colores, cinta adhesiva, botones viejos, estambre, hojas secas y un montón de cosas más. Vamos a inventar algo. Un monstruo, un robot, un animal raro, lo que se les ocurra. Sofía levantó la vista por primera vez en todo el día. Emiliano sacó unos botones. Esto es basura. Preguntó. Mariana. Se rió.
Sí, pero de la basura salen cosas geniales. Pasaron más de una hora ahí. Mariana hacía un pájaro con tubos de cartón, Sofía un perro con taparroscas y Emiliano, un robot con latas. Ninguno hablaba mucho, pero el ambiente era relajado, hasta alegre. De vez en cuando se escuchaban risas bajitas. A Mariana le gustaba ese tipo de momentos, no forzados, naturales, de esos que salen cuando nadie está fingiendo. Ricardo los vio desde la ventana de su oficina.
Cerró la computadora sin darse cuenta. Se quedó mirando como Emiliano mostraba su robot como si fuera un trofeo. Mariana lo aplaudía como si de verdad fuera una obra de arte. Sofía le enseñaba su dibujo y Mariana la abrazaba sin hacer escándalo. Solo la abrazaba como quien sabe lo mucho que ese momento vale.
Ricardo se pasó la mano por la cara. Algo le picaba en el pecho. Más tarde, Mariana trajo una bandeja con galletas que ella misma horneó con los niños el día anterior. Les preguntó si querían una. Emiliano agarró dos. Sofía solo una, pero se la comió entera. Mariana fingió no emocionarse, solo les dio un vaso de leche y siguió con el juego. Después jugaron fútbol. Mariana era la portera.
Sofía gritaba cada vez que Emiliano le metía gol. Mariana se tiraba al pasto de mentira. Fingía que no podía levantarse. Los niños reían. El balón rodaba por el césped. Ricardo volvió a mirar por la ventana. Esta fez no se fue, solo se quedó ahí apoyado en el marco con los brazos cruzados sin decir nada. Cuando empezó a oscurecer, Mariana recogió todo con ayuda de los niños. No se lo pidió.
Ellos lo hicieron solos. Guardaron el material, llevaron los vasos a la cocina y se lavaron las manos. Chayo no se metió, pero los miraba de reojo. En Minones, su cara había algo raro, como si no supiera si estaba molesta o sorprendida. Ya en la sala, Mariana los dejó ver un capítulo de caricaturas. Se sentaron en el piso con cojines. Emiliano se quedó dormido.
Sofía se recargó en Mariana sin decir palabra. Cuando Ricardo entró y los vio así, se quedó callado. Mariana le hizo una seña para que no hiciera ruido. Él solo asintió. Mariana lo acompañó al pasillo. Ricardo no la miró a los ojos, solo dijo, “Gracias.” Mariana bajó la mirada. “No hice nada especial.” Ricardo respiró hondo. Hiciste mucho.
No sé cómo, pero lo hiciste. Se quedaron un segundo en silencio. Mariana rompió el momento. Mañana quiero llevarlos al mercado. Quiero que elijan su comida. Ricardo dudó. Al mercado con gente. Mariana asintió. Con vida. Ricardo no dijo que sí ni que no, solo se fue. Esa noche los niños durmieron sin pedir cuentos.
Mariana los tapó, les dio un beso en la frente y salió del cuarto sin quejarse del cansancio. Afuera el cielo se había despejado. Había luna. El tipo de noche que se siente diferente, aunque no pase nada, aunque todo siga igual. Pero algo se movió por dentro y eso ya era suficiente para decir que esa fue una tarde distinta. La casa tenía lugares a los que nadie entraba. Mariana ya se lo había notado.
Había puertas cerradas con llave, cortinas que nunca se corrían y habitaciones que ni los niños mencionaban. Un día en la tarde, mientras los gemelos dormían una siesta larga después de correr por el jardín, Mariana aprovechó para limpiar un poco por su cuenta. Subió al segundo piso y empezó a revisar un pasillo que nunca había recorrido completo.
Ahí encontró una puerta distinta a las demás. Era de madera más oscura con una cerradura antigua y un letrero pequeño casi invisible. Decía, estudio. La puerta no tenía llave puesta. Solo estaba cerrada por dentro. Mariana empujó con cuidado, abrió despacito. Adentro olía a algo guardado por años. No ha podrido, pero sí a tiempo detenido.
Era un cuarto mediano con un escritorio lleno de papeles, una silla giratoria, fotos enmarcadas y un perchero con un suéter colgado. Todo estaba en su sitio como si alguien todavía lo usara. En las paredes había dibujos hechos por niños, algunos firmados con crayón. Para mamá, con amor. Mariana sintió un hueco en el estómago.
Ahí estaba Lucía, no en cuerpo, pero en cada cosa. Había fotos de ella con los gemelos de bebés en la playa, en el jardín de la casa. Lucía sonreía en todas, se veía viva, se veía feliz. Mariana no pudo evitar acercarse. Tocó un portarretratos con cuidado, como si al moverlo pudiera alterar algo importante. Sobre el escritorio había una libreta de notas.
No era un diario, pero tenía cosas escritas a mano. Recetas, listas de cosas por hacer, anotaciones sobre los niños. Mariana pasó las hojas con cuidado. Una decía, “Emiliano odia el huevo, pero le encanta el pan con canela. Sofía prefiere estar callada, pero dibuja todo lo que siente. Mariana se quedó leyendo eso una y otra vez.
Era como si Lucía aún estuviera ahí, guiándola desde milonicientos de lejos. No sabía cuánto tiempo llevaba en el cuarto cuando escuchó pasos en el pasillo. Cerró la libreta rápido y dio un paso hacia atrás. La puerta se abrió de golpe. Era Ricardo. Tenía los ojos duros. la boca apretada. “¿Qué haces aquí?”, dijo sin gritar, pero con una voz que dolía. Mariana tragó saliva. Estaba limpiando.
La puerta no tenía llave, solo quería. Ricardo levantó la mano. “Este cuarto no se toca.” Mariana quiso explicarle, pero él ya había entrado. Se acercó al escritorio, tomó la libreta y la guardó en un cajón. Luego cerró con llave. Aquí no se entra. Punto.
Mariana no dijo nada, solo salió del cuarto con la cara caliente, bajó rápido las escaleras y se metió en la cocina. Chayo estaba ahí picando cebolla. ¿Qué hiciste ahora? Preguntó con tono entre burla y molestia. Mariana no respondió. Solo se sirvió un vaso de agua. Chayo la miró de reojo. Entraste al estudio, ¿verdad? Mariana asintió sin hablar. Chayo soltó un suspiro.
Ahí nadie entra desde que se murió Lucía, ni él mismo se atreve a tocar nada, pero parece que tú le estás sacando todo lo que tenía guardado. Mariana no sabía si eso era un reproche o una observación. Dejó el vaso sobre la mesa y se sentó. Su cabeza daba vueltas. Lucía no estaba viva, pero se sentía presente en cada rincón, y esa presencia no dejaba espacio para nadie más.
Ricardo seguía atado a ella, eso era claro, pero también era claro que los niños estaban empezando a soltarse y él él parecía no saber qué hacer con ese cambio. Esa noche Mariana se acercó a los gemelos mientras armaban un rompecabezas. Les preguntó por su mamá. Sofía bajó la mirada. Emiliano dijo. Ella cantaba mientras cocinaba. Mariana sonrió.
¿Qué cantaba? Una canción vieja, la de los elefantes que se balanceaban. Mariana empezó a cantarla bajito. Sofía la miró. ¿Tú la conocías? Mariana negó con la cabeza. “Pero me la puedo aprender.” Cantaron un ratito. Luego los llevó a dormir, les dio un beso en la frente y cuando salió del cuarto se quedó un momento afuera. El pasillo estaba oscuro.
Al fondo se veía la puerta del estudio cerrada. Mariana sabía que no debía volver a entrar, pero también sabía que ese cuarto no solo estaba lleno de recuerdos, estaba lleno de secretos. Y tarde o temprano esos secretos iban a salir porque Lucía ya no estaba, pero su sombra todavía mandaba. Esa mañana Mariana bajó con los niños después de desayunar.
Iban contentos, riéndose por algo que Emiliano dijo sobre un gato que había soñado. Mariana los llevaba de la mano, uno a cada lado. La cocina olía a pan recién hecho y Chayo estaba de mejor humor que otros días. Incluso había dejado la radio prendida bajito. Todo parecía ir bien hasta que una voz conocida, fuerte y con tono de orden se escuchó desde el pasillo.
“Y esta escena tan feliz”, dijo una mujer delgada de cabello castaño, muy arreglada para ser tan temprano. Traía tacones, bolso de marca y unas gafas que se quitó con elegancia. Mariana no la conocía, pero por cómo los niños se pusieron tiesos, supo que era alguien importante. Ricardo apareció justo detrás de ella.
Adriana, llegaste temprano dijo con una sonrisa que no parecía muy honesta. Adriana, la tía, hermana de Lucía, había escuchado de ella, pero no la había visto en persona. Sofía soltó la mano de Mariana y se escondió un poco detrás de su padre. Emiliano se quedó quieto. Mariana sintió que el aire se había enfriado sin explicación. Adriana caminó con pasos firmes hacia los niños. Les dio un beso en la frente a los dos, pero ellos no reaccionaron.
Luego miró a Mariana de pies a cabeza. Y tú eres la nueva niñera. Mariana asintió. Mucho gusto, soy Mariana. Adriana no le devolvió el saludo, solo le sonrió sin ganas. Ricardo, ¿podemos hablar en privado? Él dudó un segundo. Claro. Acompáñame al despacho.
Antes de irse, Ricardo le hizo un gesto a Mariana como diciendo, “Tranquila.” Pero ella sentía que no lo estaba. En cuanto se cerró la puerta del despacho, Chayo se acercó. Llegó la tormenta dijo bajito. Mariana no entendió. ¿Por qué lo dices? Chayo hizo una mueca. Adriana quiere manejar esta casa. Siempre ha querido y no le va a gustar lo que tú estás haciendo con los niños.
Mariana tragó saliva. Ella solo hacía su trabajo, nada más. Pero Chayo tenía razón. Adriana no parecía cómoda con ella ahí. Ese mismo día, Adriana volvió a salir del despacho con Ricardo. Se quedó en la casa todo el día, paseándose como si fuera la dueña. Mariana la veía meterse en el cuarto de juegos, revisar los libros de cuentos o leer la ropa de los niños.
En la hora del almuerzo se sentó en la cabecera de la mesa. Ricardo a un lado, los niños enfrente, Mariana al otro extremo. “Me contaron que ahora cocinan”, dijo Adriana mirando su servilleta. “Sí”, respondió Mariana tranquila. “¿Les gusta?” Adriana soltó una risita. “Sí, claro. A los sienton enentos.
Niños ricos siempre les gusta jugar a ser pobres un rato. Ricardo la miró de reojo molesto. Mariana respiró hondo. No iba a engancharse. Después del almuerzo, Sofía quiso dibujar, pero Adriana dijo que tenía que cambiarse la ropa porque estaba desalineada. Emiliano quería jugar en el jardín, pero ella dijo que se podía enfermar por la humedad.
Mariana no dijo nada, pero los niños la miraban con cara de, “¿Y ahora qué?” Más tarde, Mariana fue a buscar a Ricardo. Lo encontró en el estudio. Él le abrió la puerta con cara de cansado. ¿Está todo bien?, preguntó ella. Ricardo asintió. Adriana solo viene a asegurarse de que todo siga. Normal. Mariana lo miró. Pero las cosas ya no son normales, están mejor. Ricardo bajó la mirada.
Eso es lo que a ella le molesta. Esa noche, después de que Adriana se fue, Ricardo bajó al jardín donde Mariana estaba recogiendo juguetes. La ayudó sin decir nada por unos minutos. Luego, sin verla a los ojos, dijo, “Ella cree que estás ocupando un lugar que no te corresponde.” Mariana se detuvo. “¿Y tú qué crees?” Ricardo levantó la vista.
“No lo sé, pero los niños te necesitan y eso pesa más que cualquier opinión. Esa fue la primera vez que Mariana sintió que algo estaba cambiando entre ellos. No era solo respeto, había algo más, algo que a Adriana no le iba a gustar. Y ella lo sabía porque los celos ya no solo eran por los niños, eran por todo lo que Mariana estaba empezando a mover en esa casa. Ese sábado amaneció con un solve de esos que invitan a salir.
Mariana despertó a los niños más temprano que de costumbre. Les puso ropa cómoda, tenis y preparó una mochila con agua, fruta y galletas. Emiliano preguntó a dónde iban. Mariana solo sonríó. A un lugar que no conocen bien. Sofía levantó una ceja, pero no dijo nada. Bajaron en silencio. Ricardo no estaba.
Según Chayo, había salido a una reunión temprano. Eso le daba espacio a Mariana para moverse. Caminó con los niños por el pasillo largo que daba al fondo del jardín. Ahí había una reja que siempre estaba cerrada con candado. Mariana había visto esa reja desde el primer día, pero nunca se atrevió a preguntar. Hasta que una tarde Emiliano le dijo en voz baja que ahí atrás había algo divertido, que su mamá los dejaba jugar ahí antes de todo. La reja estaba oxidada.

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