LOS GEMELOS DEL MILLONARIO ERAN CIEGOS, HASTA QUE LA NUEVA NIÑERA HIZO ALGO QUE CAMBIÓ TODO…

¿Qué creen que es?, preguntaba Lucía mientras les acercaba una fruta. “Una manzana”, gritó Bruno orgulloso. “No, una pera”, corrigió Leo riéndose. Ambos acertaban y fallaban a la vez, pero lo importante era que jugaban, se equivocaban y volvían a intentar. Por la tarde, Lucía organizó algo que sorprendió a todos, un pequeño paseo por los jardines.

Bruno y Leo nunca habían salido más allá de la terraza. El miedo de Ramiro a que sufrieran un accidente los mantenía recluidos. Es peligroso dijo él cuando Lucía pidió permiso. Es necesario, respondió ella con calma. Si no conocen el mundo más allá de estas paredes, nunca aprenderán a confiar en sí mismos.

Ramiro titubeó, pero al ver las caras ansiosas de los niños, cedió. El jardín, con sus senderos de piedra y sus rosales alineados, se convirtió en un campo de exploración. Lucía guiaba a los gemelos enseñándoles a identificar las texturas de las flores, el sonido de los pájaros, la diferencia entre la hierba húmeda y la grava del camino. “El mundo no se ve con los ojos solamente”, les decía.

El mundo se toca, se huele, se escucha, se siente. Bruno extendió sus manos hacia el cielo y sonríó. Leo, en cambio, abrazó un árbol y no quiso soltarlo. Fue entonces cuando Lucía los vio brillar como nunca. Ramiro, a lo lejos, se quedó helado. Era la primera vez que veía a sus hijos moverse con tanta libertad, sin miedo, sin dependencia total.

Esa noche, mientras se encerraba en su despacho, Ramiro abrió el cajón donde guardaba el retrato de Elena. Lo miró con los ojos cargados de emoción. Están diferentes susurró Lucía. Los hace diferentes. Por primera vez sintió una punzada de agradecimiento, pero enseguida se obligó a endurecerse. No podía ceder del todo. No todavía.

Y entonces llegó lo inesperado. Una llamada telefónica rompió el silencio de la noche. Ramiro contestó con fastidio, pensando que era un asunto de negocios, pero la voz al otro lado lo hizo tensarse. Era Mauricio, un viejo socio y también rival en los negocios.

Ramiro, me he enterado de que contrataste a una niñera de los barrios bajos, dijo con un tono sarcástico. Ya sabes cómo habla la gente y yo escucho a mucha gente. Ramiro apretó el teléfono. ¿Qué demonios insinúas? Solo digo que no es buena idea mezclar tu apellido con, bueno, con alguien así. Uno nunca sabe qué intenciones traen y si está detrás de tu dinero.

Ramiro colgó con furia, pero las palabras de Mauricio habían encendido otra vez las dudas. A la mañana siguiente, la tensión se hizo visible. Ramiro estaba más seco en su trato con Lucía, más vigilante. Ella lo notó enseguida, aunque no preguntó nada. se concentró en los niños que seguían avanzando en su camino de descubrimiento.

Pero dentro de la mansión ya se había sembrado otra amenaza, la murmuración, los comentarios malintencionados de gente externa que no entendía lo que pasaba dentro de esos muros. Y Ramiro, que aún no lograba decidir si debía confiar en Lucía o no, estaba en el centro de esa tormenta. Lucía, por su parte, seguía firme en su propósito.

Mientras los gemelos la necesitaran, ella no iba a dejar que nada ni nadie interrumpiera su camino hacia la luz. Los días en la mansión Valverde comenzaron a adquirir una extraña rutina. Bruno y Leo cada vez mostraban más entusiasmo en aprender a orientarse, a jugar, a escuchar el mundo. La risa de los niños llenaba los pasillos y la señora Gómez comentaba que no recordaba un ambiente tan alegre desde los tiempos en que Elena aún vivía. Ramiro observaba todo en silencio.

Su corazón se resistía a aceptarlo evidente, pero sus ojos lo confirmaban. Lucía estaba devolviendo la vida a sus hijos. Sin embargo, la llamada de Mauricio seguía retumbando en su mente como una advertencia venenosa. Y si tiene razón, y si todo esto es un plan.

Y si solo quiere ganarse a los niños para después herirme donde más duele. Ramiro no lo decía en voz alta, pero lo pensaba cada noche con el vaso de whisky en la mano. Una tarde, mientras Lucía ayudaba a los gemelos a reconocer instrumentos musicales en el salón, les hacía tocar las teclas de un piano, el borde de un violín, el tambor de juguete. La campana principal sonó.

El portero acudió enseguida y a los minutos la señora Gómez entró algo alterada. Señor Valverde, hay una persona afuera que insiste en ver a Lucía. Ramiro alzó las cejas con desconfianza. Una persona, ¿quién dice llamarse Darío? El rostro de Lucía se tensó de inmediato. El nombre fue suficiente para que el color desapareciera de su cara.

No, no puede ser, susurró. Los gemelos que percibieron el cambio en su tono se quedaron quietos. ¿Quién es Lucía? preguntó Leo tembloroso. Lucía no respondió. Ramiro, que no perdió el detalle, se levantó con brusquedad. Traigan a ese hombre aquí. Minutos después, Darío entró en el vestíbulo. Era un hombre de mediana edad, de mirada astuta y sonrisa cínica, vestido con ropa barata, pero limpia.

Sus ojos se clavaron en Lucía con una mezcla de burla y desprecio. Así que aquí estás, Lucía, muy cómoda, ¿eh? Niñera de Millonarios, parece que al fin lograste treparte al lugar donde querías. Ramiro frunció el ceño. ¿Quién es usted? Un viejo conocido. Podría decirse que familia política, aunque para mí más bien una carga. Darío lanzó una carcajada amarga. Yo fui pareja de su hermana.

Lucía apretó los puños. No tienes derecho a estar aquí, Darío. Ramiro sintió como una furia contenida comenzaba a hervir en él. Explícate de una vez. Darío alzó los hombros con fingida inocencia. Solo vine a advertirle, señor Valverde, esta mujer, esta Lucía, no es lo que parece.

Ella siempre tuvo un talento especial para hacer que la gente crea en ella. Pero detrás de esa cara de ángel hay más oscuridad de la que imagina. Lucía no pudo contenerse. Dio un paso al frente temblando, pero con la voz firme. Basta ya, Darío. No tienes derecho a inventar nada sobre mí. Inventar. Río él.

¿Quieres que hablemos de tu hermano y de cómo acabó en la cárcel? ¿O prefieres que cuente cómo tú siempre has usado la compasión de los demás para sobrevivir? La sala quedó helada. Los gemelos, aunque no entendían del todo, se aferraron a la falda de Lucía, sintiendo el peligro en el aire. Ramiro, con el rostro endurecido, se volvió hacia ella.

¿Es cierto lo que dice? Lucía respiró hondo con los ojos empañados. Mi hermano cometió errores, sí, pero yo no soy él. Y sobrevivir no es un crimen, señor Valverde, he pasado hambre, frío y desprecio. ¿Usted cree que alguien como yo tendría la fuerza para venir aquí a engañarlos? Lo único que quiero es cuidar a sus hijos.

Darío sonrió satisfecho, como quien clava un cuchillo y lo gira. Yo solo digo la verdad. Usted decide si confía en ella o no. Ramiro no respondió. Mandó al portero a sacar a Darío de la casa, pero la semilla de la duda ya había quedado plantada. Cuando la puerta se cerró, Lucía cayó de rodillas con los gemelos abrazándola. Bruno acarició su rostro a tientas.

No le hagas caso, Lucía, nosotros sabemos quién eres. Las lágrimas corrieron sin que ella pudiera detenerlas. Gracias, mis niños. Gracias. Esa noche Ramiro entró en la biblioteca y se dejó caer en un sillón derrotado por sus pensamientos. Recordaba la sinceridad en los ojos de Lucía, pero también las palabras envenenadas de Darío.

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