El día amaneció gris con un cielo que parecía presagio. El silencio en la mansión era distinto, más denso, como si todos los muros estuvieran guardando un secreto. Lucía despertó con los gemelos aún acurrucados a su lado y por un momento pensó que todo estaba en paz, pero no tardaría en descubrir que ese día sería el más difícil desde su llegada. Ramiro llevaba tres noches seguidas sin dormir.
El whisky apenas le calmaba y cada vez que cerraba los ojos volvía la misma imagen. Lucía frente a la tumba de Elena, su esposa muerta. ¿Qué hacía ahí? ¿Qué significaba su cercanía con los gemelos? ¿Acaso era una impostora? Esa mañana Ramiro bajó con pasos firmes hasta la sala principal.
Allí estaba Lucía ayudando a Bruno y Leo a caminar por el corredor, guiándolos con paciencia. Los niños reían, cada uno sosteniendo un extremo de la bufanda de ella para no soltarse. Un paso más, Leo. Tú puedes. Alentaba Lucía. Ya casi, ya casi, decía Bruno, conteniendo la risa. Los gemelos tropezaban, pero Lucía los sostenía con ternura.
Fue en ese instante cuando Ramiro habló con una voz tan helada que congeló el ambiente. Quiero hablar contigo a solas. Lucía levantó la mirada sorprendida. El tono del millonario no admitía réplica. Los niños lo sintieron tamban bien y de inmediato se aferraron a la mano de ella. “Papá”, susurró Leo inquieto. “Ahora”, repitió Ramiro con dureza.
Lucía llevó a los niños con la señora Gómez para que los cuidara por un momento. Cuando volvió a la sala, Ramiro estaba de pie junto al ventanal, con las manos a la espalda y la mirada fija en el horizonte nublado. ¿Qué significa esto?, preguntó sin girarse, lanzando sobre la mesa el sobre con los papeles que había mandado investigar.
Lucía se quedó quieta, reconoció los documentos de inmediato, su vida reducida a informes y anotaciones. “No entiendo qué busca con esto, señor Valverde”, respondió con calma, aunque por dentro el corazón le latía con fuerza. “Lo que busco es la verdad”, dijo él volviéndose por fin. “Y la verdad es que alguien como tú no aparece en mi casa por casualidad.
” Lucía sostuvo su mirada sin bajar los ojos. Yo vine porque necesitaban a alguien que cuidara a Bruno y Leo. Eso es todo. Ramiro golpeó la mesa con el puño. No me mientas. Sé que visitaste la tumba de mi esposa. ¿Por qué? ¿Qué relación tenías con Elena? El silencio que siguió fue tan pesado que parecía que la mansión entera contuviera la respiración.
Lucía cerró los ojos un instante y luego respondió en voz baja, “Porque Elena fue la única persona que alguna vez creyó en mí.” Ramiro se estremeció. “¿Qué quieres decir? Yo era solo una adolescente cuando la conocí. Mi madre trabajaba como voluntaria en el hospital comunitario. Elena iba allí en secreto, sin cámaras ni prensa, para apoyar a los niños enfermos.
Un día me vio leyendo en voz alta para los pequeños. fue la primera en decirme que tenía un don para enseñar, para conectar. Los recuerdos llenaron los ojos de Lucía de lágrimas. Ella me animó a seguir estudiando, aunque no tuviera dinero. Me dio libros, me aconsejó, me trató como a una hermana menor. Nunca me olvidé de su bondad.
Cuando murió, yo sentí que debía agradecerle, aunque fuera con flores en su tumba. Por eso iba. Solo por eso. Ramiro se quedó inmóvil. No esperaba esa respuesta. ¿Y por qué no me lo dijiste? Preguntó con la voz quebrada. Porque pensé que no me creería. Porque pensé que Lucía lo miró directo a los ojos.
Usted vive rodeado de sospechas y muros tan altos que cualquier verdad que no venga con un sello de prestigio la descarta de inmediato. El millonario apretó la mandíbula. Parte de él quería creerle, pero otra parte seguía resistiéndose. Había pasado demasiados años luchando contra el dolor, escondiéndolo bajo dinero y control. Confiar en alguien como Lucía significaba abrir la herida que nunca cerró.
“Si lo que dices es cierto”, dijo Ramiro con voz baja pero dura, “entonces demuestra que no estás aquí para aprovecharte de mis hijos.” “Ya lo he demostrado”, respondió ella, serena. Mírelos, señor Valverde. Bruno y Leo ríen, sueñan, aprenden. No porque yo sea especial, sino porque ellos lo son. Yo solo los acompaño.
La firmeza en su voz dejó a Ramiro sin palabras por un instante. El silencio fue interrumpido por pasos rápidos. Bruno y Leo entraron corriendo a tientas, buscando a Lucía. ¿Dónde estás?, preguntó Bruno. Te necesitamos, añadió Leo, extendiendo las manos hacia la nada. Lucía corrió hacia ellos y los abrazó. Los niños se aferraron como si temieran perderla. Ramiro los observó.
Sus gemelos, que antes vivían sumidos en la apatía, ahora reían y buscaban aprender. Todo gracias a esa mujer a la que había interrogado como si fuera una enemiga. La furia se fue diluyendo poco a poco, sustituida por una sensación que no recordaba. Culpa. No dijo nada más. Solo salió de la sala con pasos pesados, dejando a Lucía con los gemelos.
Pero en el fondo algo en él había comenzado a quebrarse. Esa noche Ramiro volvió a beber en soledad. En el silencio de su despacho, murmuró, “Elena, ¿acaso tú la mandaste?” Y por primera vez en mucho tiempo sintió que no estaba solo en la oscuridad. La mansión Valverde amaneció con un aire distinto.
El sol, que rara vez lograba atravesar los pesados ventanales de aquel lugar siempre solemne, se coló con fuerza por los cristales, iluminando la galería de retratos familiares. Lucía despertó temprano, como siempre, pero esa mañana notó algo en los niños que la conmovió hasta lo más profundo.
Bruno y Leo ya no esperaban pasivamente a que ella los levantara. Hoy quiero vestirme solo”, dijo Bruno con firmeza, palpando el borde de la cama en busca de sus zapatos. “Y yo quiero peinarme”, añadió Leo riendo mientras alzaba el peine con manos torpes. Lucía los observó en silencio con un nudo en la garganta. Eran pequeños avances, sí, pero eran los primeros destellos de independencia en niños que hasta hacía poco vivían aislados sin ganas de luchar.
Mientras ella los ayudaba, Ramiro los observaba desde el marco de la puerta sin ser visto. Sus labios se apretaron. Lo que veía lo desarmaba. Sus gemelos, que habían pasado años apagados, ahora tenían voluntad, energía, ilusión. No podía negarlo más. Algo en Lucía estaba despertando la vida en ellos, pero justo después la duda regresaba como un veneno.
Y si todo era parte de un plan oculto, y si estaba encariñando a los niños para luego manipularlos. Ramiro había construido su imperio con base en la desconfianza y ese instinto era difícil de apagar. El desayuno de esa mañana fue insólito. Bruno y Leo llegaron a la mesa sonriendo. La señora Gómez no podía creerlo.
“Señor Valverde, en todos mis años aquí nunca los había visto así”, dijo conmovida. Ramiro no respondió. Solo se limitó a mirar como sus hijos reían cuando Lucía les contaba historias sobre los sabores de la comida. Ella les enseñaba a reconocer cada plato con el olfato, con el tacto, con pequeños juegos de adivinanza. Esto es redondo, suave y huele dulce.