LOS GEMELOS DEL MILLONARIO ERAN CIEGOS, HASTA QUE LA NUEVA NIÑERA HIZO ALGO QUE CAMBIÓ TODO…

Bruno titubeó, pero logró reproducirlo casi de memoria. No perfecto, pero sorprendente para alguien que jamás había visto una partitura. Leo, en cambio, comenzó a golpear el suelo con el pie, marcando un ritmo distinto, más rápido, más alegre. Yo no quiero tocar igual que él, dijo. Yo quiero inventar mi propia música. Lucía los observó maravillada. Ahí estaba.

Un talento innato, un lenguaje compartido que ellos mismos aún no comprendían del todo. “Ustedes no están ciegos”, dijo emocionada. “Ustedes están llenos de música y la música también es una forma de ver.” Los gemelos rieron felices, pero la felicidad no duró mucho. Ramiro entró sin previo aviso, con el ceño fruncido, y se detuvo al verlos alrededor del piano.

¿Qué significa esto? Su voz retumbó como un trueno. Los niños se encogieron en silencio. Lucía, con calma, respondió, ellos tienen talento musical. Es impresionante. Podrían aprender a comunicarse con el mundo a través del piano. No quiero que pierdan el tiempo con fantasías, rugió Ramiro. Yo quiero resultados reales, médicos, terapias, ciencia, no canciones de cuna.

Lucía apretó los labios. Señor Valverde, ¿y si la música es precisamente su terapia? ¿Y si es la llave que abre puertas que usted no ve? Ramiro se acercó un paso más, su mirada dura. No se atreva a darme lecciones. Usted no sabe lo que es luchar contra la oscuridad que condena a mis hijos. Lucía no se movió, pero sus ojos brillaban de determinación.

Ellos ya luchan todos los días. Yo solo les muestro que también pueden reír mientras luchan. Ramiro apretó los puños, pero no respondió. dio media vuelta y salió con paso firme. Esa noche los gemelos estaban inquietos. Lucía se sentó en la cama de Leo, acariciándole el cabello. No se preocupen, su padre los ama, aunque no siempre lo sepa mostrar. Bruno susurró. Papá cree que estamos rotos.

No, cariño, ustedes no están rotos, son distintos. Y a veces ser distinto es el mayor regalo. Leo se abrazó a su hermano y murmuró con una convicción que estremeció a Lucía. Algún día papá también va a ver. Ella cerró los ojos y sonró. Quizá, después de todo, los niños no eran los únicos ciegos en aquella casa.

La mansión se había convertido en un campo silencioso de batallas invisibles. Por un lado, la risa de los gemelos que florecía con cada juego de Lucía. Por el otro, el ceño endurecido de Ramiro que observaba desde las sombras. Cada día el millonario se convencía más de que aquella mujer no era lo que parecía. La manera en que Bruno y Leo la buscaban, la confianza con la que pronunciaban su nombre, el modo en que dormían más tranquilos y ella les cantaba. Todo eso despertaba en él una mezcla peligrosa, celos y miedo. No podía permitirse ser

desplazado. La mañana siguiente, Ramiro entró a su despacho y pidió hablar con la señora Gómez, su ama de llaves de confianza desde hacía más de 20 años. “Quiero que investigue todo sobre esa mujer”, ordenó sin rodeos. familia, amigos, pasado, lo que oculta. Quiero saber hasta qué sombra la acompañó cuando llegó aquí. La señora Gómez frunció el ceño.

Señor, con respeto, Lucía ha sido un ángel para los niños. Desde que está aquí sonríen, juegan hasta comen mejor. Precisamente por eso, interrumpió Ramiro con tono helado. Nadie da tanto sin querer algo a cambio. La ama de llaves lo miró con tristeza, pero asintió obediente.

Sabía que cuando Ramiro Valverde fijaba la mirada en algo, nada podía detenerlo. Mientras tanto, Lucía se encontraba en la biblioteca con los gemelos. Les estaba enseñando a leer en bra, no con libros formales, sino con un método improvisado. Había pegado botones, semillas y grano sobre cartones para que ellos reconocieran las texturas. “Esto significa sol”, explicaba guiando los deditos de Leo sobre una fila de lentejas.

“¿Y este?”, preguntó Bruno tocando con cuidado unos garbanzos alineados. “Ese es mamá.” El silencio llenó el cuarto. Los niños se miraron como si el alma de su madre se hubiera hecho presente entre las letras invisibles. Lucía no dijo nada más, solo los abrazó. Días después, la señora Gómez regresó con un sobrecerrado y lo entregó en manos de Ramiro.

Aquí tiene, señor. El millonario lo abrió con manos ansiosas. Dentro encontró informes, copias de documentos y recortes. Descubrió que Lucía venía de una familia humilde de un barrio en la periferia, que había trabajado como ayudante en un centro comunitario para niños con discapacidad y que había dejado todo de pronto tras la muerte de su madre. Pero lo que más le llamó la atención fue una anotación al margen.

Fue vista varias veces visitando la tumba de la señora Elena Valverde. Ramiro quedó helado. Elena Valverde era su difunta esposa. “¿Qué demonios?”, murmuró con la copa de whisky temblando en su mano. Esa noche, incapaz de dormir, Ramiro bajó al salón. Encontró a Lucía en el sofá con Bruno y Leo dormidos sobre sus piernas. Ella acariciaba suavemente el cabello de los niños, cantando apenas un murmullo.

Ramiro se quedó observándola, oculto en la penumbra. Algo dentro de él se quebró. Veía ternura, calor, algo que ni todo su dinero había podido comprar. Pero su mente estaba dividida. ¿Qué hacía esa mujer visitando la tumba de su esposa? ¿Qué relación secreta había entre ellas? El silencio de la mansión se llenó de sus propios pensamientos.

No voy a permitir que juegues con mi familia, Lucía”, susurró en la oscuridad. “Antes de que me arrebates a mis hijos, descubriré quién eres en realidad.” Al día siguiente, Lucía despertó con una sensación extraña. Había algo en el aire, una desconfianza que pesaba sobre ella.

Ramiro ya no la miraba con indiferencia, ahora la miraba con sospecha, como si cada gesto suyo fuera parte de un plan oculto. Los gemelos, en cambio, la abrazaban con más fuerza. Intuían, sin entenderlo del todo, que algo estaba cambiando. Lucía apretó a los niños contra su pecho y, en silencio se prometió a sí misma que, sin importar lo que Ramiro pensara, no los dejaría solos nunca más.

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