LOS GEMELOS DEL MILLONARIO ERAN CIEGOS, HASTA QUE LA NUEVA NIÑERA HIZO ALGO QUE CAMBIÓ TODO…

Antes apenas decían palabras sueltas, ahora competían para contarle a Lucía qué textura había sido más divertida o qué olor les recordaba a cosas que solo ellos sabían. “El café huele a mamá”, dijo Bruno de pronto bajando la voz. Lucía lo miró con ternura y tomó su mano. Entonces guardaremos ese olor como un recuerdo bonito de ella.

Ramiro sintió un nudo en el estómago. La mención de su difunta esposa le dolía como una herida que nunca cicatrizaba, pero lo que más le dolió fue ver como Bruno buscaba el consuelo en Lucía y no en él. Golpeó suavemente la copa con el tenedor para interrumpir. Ya basta de juegos. La cena no es para hablar de olores. Su voz fue seca, casi cortante.

El silencio cayó sobre la mesa. Los niños bajaron la cabeza. Lucía, en cambio, lo miró con serenidad. Con respeto, señor Valverde, dijo con voz tranquila, pero firme. No son juegos. Ellos están creando su forma de ver el mundo. Ramiro la miró fijamente. Sus ojos oscuros parecían dos cuchillas.

Yo contrato personal para resultados, no para discursos poéticos. Esa noche, en su despacho, Ramiro bebió whisky sin descanso. Daba vueltas alrededor del escritorio, murmurando en voz baja, “Mis hijos, mis hijos son míos, nadie más.” Pero las imágenes lo perseguían. Las risas en el pasillo, los niños abrazando a Lucía. Esa palabra que él jamás había logrado provocar en ellos. Mamá.

El recuerdo de su esposa fallecida se mezclaba con la presencia de Lucía y aquello lo confundía aún más. Era como si poco a poco esa mujer sencilla estuviera ocupando un lugar que no le correspondía. Al día siguiente, Ramiro mandó llamar a la señora Gómez, la ama de llaves de confianza. “Quiero saber todo de esa niñera”, ordenó.

su pasado, su familia, sus motivos, todo. La señora Gómez, nerviosa, intentó justificar. Señor, la señorita Lucía no ha hecho nada malo. Los niños están felices. Precisamente por eso, interrumpió Ramiro con un golpe sobre el escritorio. Quiero saber por qué. La ama de llaves bajó la cabeza y salió en silencio. Mientras tanto, Lucía seguía con sus clases sensoriales.

Esa mañana llevó a los gemelos a la cocina. Les pidió que tocaran las especias, que probaran un grano de sal, que olieran la canela. “El mundo también se aprende con la lengua y la nariz”, decía con entusiasmo. Cada sabor es un color más en su mapa. Los niños estaban fascinados, pero de pronto la puerta se abrió de golpe.

Ramiro entró impecable en su traje con una expresión dura. Suficiente, tronó su voz. Los niños se encogieron asustados. Lucía lo miró intentando no perder la calma. ¿Ocurre algo, señor Valverde? Sí, ocurre que esto parece un circo. Yo contrato niñeras, no artistas callejeros. Lucía respiró hondo. Su instinto era callar, pero la mirada temblorosa de los gemelos la obligó a hablar. Ellos no necesitan otra niñera.

Necesitan a alguien que les enseñe a vivir, que los haga sentir capaces. Eso es lo que estoy intentando. Ramiro se acercó hasta que dar un paso de ella. Su voz bajó. pero cargada de rabia contenida. No se equivoque, señorita. Mis hijos tienen todo lo que necesitan y no voy a permitir que una extraña se adueñe de su confianza.

Lucía lo sostuvo con la mirada firme, aunque por dentro temblaba. No quiero adueñarme de nada. Solo quiero que ellos descubran que también tienen derecho a ser felices. El silencio en la cocina fue insoportable. Los gemelos, con las manos entrelazadas no se atrevían a moverse. Finalmente, Ramiro dio media vuelta y se marchó sin decir más.

Pero en su mente una frase resonaba como eco. Y si ella logra darles lo que yo jamás pude, la mansión amaneció cubierta por una neblina ligera. Lucía aprovechó la calma para levantarse antes que todos y preparar nuevas actividades. Había notado algo en los gemelos durante los juegos anteriores, una especie de sensibilidad especial que iba más allá de lo común.

No era solo que escucharan o tocaran con atención, sino que parecían intuir cosas que ella no había dicho. Decidió ponerlo a prueba. Cuando entró en la habitación de los niños, Bruno y Leo ya estaban despiertos, sentados juntos en la cama, susurrando algo entre risas. ¿De qué hablan tan temprano? Preguntó Lucía sonriendo. Soñamos lo mismo dijo Leo con naturalidad. Siempre nos pasa, añadió Bruno. Lucía arqueó las cejas. Lo mismo.

¿Cómo saben que soñaron lo mismo si no pueden ver imágenes? Porque cuando uno sueña, el otro lo siente, dijo Leo con una seguridad desconcertante. La primera actividad fue en el jardín. Lucía colocó varias cajas con objetos distintos, campanillas, hojas secas, botellas con agua, frascos con perfume.

Les vendó los ojos, aunque innecesario, y los colocó en extremos opuestos. Vamos a probar algo nuevo. Ustedes no se pueden hablar, pero cuando yo agite un objeto, quiero que piensen que es y que el otro diga la respuesta. Los niños asintieron. Lucía tomó una campanilla y la agitó suavemente. Leo sonrió sin decir nada, giró la cabeza hacia Bruno.

Es una campanita, dijo Bruno con seguridad. Muy bien, ahora cambiemos. Lucía destapó un frasco de canela y lo colocó frente a Leo. El niño aspiró profundamente. Antes de que pudiera decir algo, Bruno murmuró, “Eo huele a pan dulce.” Lucía se quedó boquiabierta.

repitió el ejercicio varias veces con diferentes objetos y en todas las ocasiones uno de los gemelos parecía adivinar lo que el otro percibía. “Es como si como si se mandaran mensajes invisibles”, murmuró Lucía para sí. Más tarde, en la sala de música de la mansión, ella descubrió otra faceta sorprendente. Había un piano cubierto de polvo, casi olvidado.

Lucía lo destapó y dejó caer los dedos sobre las teclas tocando una melodía sencilla. Los gemelos se acercaron de inmediato, atraídos por el sonido. Bruno puso sus pequeñas manos sobre las teclas y repitió con torpeza los mismos acordes. “¿Lo copiaste?”, exclamó Leo. No lo copié, lo escuché en la cabeza, respondió Bruno. Lucía probó algo más complejo, un fragmento breve de Chopín.

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