LOS GEMELOS DEL MILLONARIO ERAN CIEGOS, HASTA QUE LA NUEVA NIÑERA HIZO ALGO QUE CAMBIÓ TODO…

Ramiro Valverde caminaba por el pasillo principal de su mansión como si transitara un museo vacío. Mármol impecable, lámparas de cristal, cuadros de pintores famosos colgando en paredes que parecían tan inertes como él. Todo brillaba, pero nada tenía vida. Su fortuna lo había llevado lejos, inversiones, edificios, viajes, lujos.

Pero lo que jamás había podido comprar era lo que más deseaba, la vista de sus hijos. Leo y Bruno, gemelos de 8 años, habían nacido ciegos. Los médicos habían dicho al principio que era una ceguera transitoria, algo que podía mejorar con terapias, con cirugías experimentales, con costosos tratamientos en el extranjero. Ramiro había gastado millones en cada intento.

Había firmado documentos desesperados, había volado con ellos de país en país en busca de una respuesta. El resultado siempre era el mismo: esperanza, decepción, silencio. La mansión se había convertido en un espacio silencioso. Los gemelos pasaban sus días entre tutores privados que les enseñaban brae, ejercicios motrices y juegos adaptados, pero la sensación que lo atravesaba todo era de encierro. Los niños no reían como otros.

No corrían por los pasillos, no se sorprendían con el color de un juguete, ni señalaban nada con el dedo. La casa carecía de gritos infantiles, de preguntas inocentes, carecía de colores. Ramiro, parado frente a los ventanales, observaba el jardín iluminado por el sol de la mañana.

Todo estaba cubierto de verde brillante, pero lo único que lo golpeaba era el contraste cruel. Sus hijos jamás podrían ver aquello. En ese momento escuchó los pasos de su asistente personal, Marta, aproximándose. “Señor Valverde”, dijo con un respeto ensayado, “ha llegado la nueva niñera.” Ramiro giró apenas la cabeza. Habían pasado ya cuatro en menos de dos años.

Todas se marchaban agotadas o frustradas. “No saben cómo manejarlos”, decían. Es demasiado difícil. Y en parte él no las culpaba. Hazla pasar. La puerta se abrió y apareció Lucía, una joven de rostro sencillo, cabello oscuro recogido en una trenza y ojos que parecían observarlo todo con una calma poco común.

No vestía como las niñeras anteriores, que llegaban impecables con trajes caros. Ella llevaba un vestido simple, zapatos cómodos y un bolso gastado colgado del hombro. Ramiro la miró de arriba a abajo con frialdad. Así que usted es la recomendada por la fundación. Sí, señor Valverde Lucía Moreno.

He trabajado con niños con discapacidad sensorial, respondió ella con voz firme, sin titubear. Ramiro entrecerró los ojos. Le advierto algo desde ya. No espero milagros. Mis hijos no necesitan juegos infantiles para entretenerse. Necesitan disciplina, estructura, orden. Si lo que busca es llenarlos de ilusiones, puede marcharse ahora mismo.

Lucía sostuvo la mirada. No busco dar ilusiones falsas, señor Valverde, pero sí creo que sus hijos pueden aprender a ver de otra manera. El silencio que siguió fue incómodo. Marta parpadeó sorprendida. Nadie solía contradecir al millonario en su propia casa. Ramiro, endurecido, soltó una risa breve y seca.

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