Lo que el dinero no pudo comprar

Jacob estaba en remisión. Corría, reía, hacía preguntas. Jonathan dejó la dirección de su empresa. Formó una junta, renunció a los reflectores y dedicó sus días a su hijo.

Cada sábado, pasaba por él al nuevo departamento de Nina —que él le ayudó a conseguir— y se lo llevaba al parque, al museo, al cine.

Un día, después de visitar el jardín botánico, Jacob se quedó dormido en el auto. Jonathan volteó a ver a Nina, sentada a su lado.

—Has sido increíble —le dijo—. Con él. Conmigo.

—Estás recuperando el tiempo perdido —respondió ella—. Más de lo que creí posible.

Jonathan dudó.

—Quiero más.

Ella lo miró.

—Quiero ser padre de verdad. No solo de fines de semana. Quiero estar para todo. Las risas, los berrinches, cuando se le caiga el primer diente. Y… quiero estar contigo también. Si me lo permites.

Nina volteó hacia la ventana.

—Ya no soy la misma mujer.

—Y yo no quiero a la que eras. Quiero a la que eres ahora.

Ella sonrió, suave.

—Tienes mucho que demostrar.

—Entonces pasaré el resto de mi vida haciéndolo.

Un año después

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