Lo que el dinero no pudo comprar

La puerta se abrió y Nina entró, vestida con un vestido beige elegante y tacones bajos. Ya no era la muchacha asustada de antes. Y a su lado, aferrado a su mano, estaba un niño pequeño, con ojos marrones y hoyuelos que Jonathan reconoció de inmediato: los suyos.

La mandíbula de Jonathan se tensó.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con voz firme.

—No vengo por dinero —dijo Nina con calma—. Vengo para que conozcas a tu hijo. Y para decirte que está enfermo.

El aire en la habitación se volvió espeso.

—¿Enfermo cómo? —preguntó Jonathan, desconcertado.

—Leucemia. Necesita un trasplante de médula. Tú eres su único donante compatible.

El vaso cayó de su mano y se hizo añicos en el suelo.

El silencio se apoderó del lugar.

Jonathan podía comprar islas, manipular mercados, controlar políticos. Pero ahí, frente a esa mujer y ese niño, se sintió completamente impotente.

—Yo… yo no lo sabía —balbuceó.

—No, no quisiste saber —respondió Nina, ahora con fuego en la voz—. Nos dejaste como si no valiéramos nada. Pero él sí vale. Y tienes la oportunidad de demostrarlo.

El niño lo miró con curiosidad. Su vocecita fue un susurro:

—¿Tú eres mi papá?

A Jonathan casi se le doblaron las rodillas.

—Sí… soy yo —dijo, apenas audible.

Nina respiró hondo.

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