Llovía a cántaros mientras estaba en los escalones de piedra de Whitmore Farm, abrazando a mi recién nacida contra el pecho. Tenía los brazos entumecidos. Me temblaban las piernas. Pero fue mi corazón, roto y humillado, lo que casi me hizo caer de rodillas.
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Detrás de mí, las grandes puertas de caoba se cerraron de golpe.
Momentos antes, Nathan, mi esposo e hijo de una de las familias más poderosas de Manhattan, había estado junto a sus gélidos padres cuando me dieron la espalda.
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“Has deshonrado nuestro nombre”, dijo su madre. “Esa niña no formaba parte del plan”.
Nathan ni siquiera podía mirarme a los ojos. “Se acabó, Claire. Te enviaremos tus cosas más tarde. Solo… vete”.
Ni siquiera podía hablar. Me ardía la garganta. Apreté mi abrigo alrededor de Lily. Soltó un débil grito y la mecí suavemente. “Tranquila, cariño. Te tengo. Todo estará bien”. Salí de la escalera de entrada para enfrentarme a la tormenta. Sin paraguas. Sin cartera. Sin casa. Ni siquiera había llamado un taxi. Sabía que me observaban desde las ventanas mientras desaparecía bajo el aguacero.
Pasé semanas en refugios: sótanos de iglesias, noches en dormitorios. Calculé lo poco que me quedaba. Mis joyas. Mi abrigo de diseñador. Pero guardé mi anillo de bodas hasta el último momento.
Tocaba el violín en el metro para sobrevivir. Ese viejo violín, el de mi infancia, era todo lo que me quedaba de mi antigua vida. Gracias a él, podía alimentar a Lily, incluso cuando estaba a solo unos metros.
Pero nunca mendigué. Ni una sola vez.
Finalmente, encontré una pequeña y destartalada oficina encima de Qeeps. La dueña, la Sra. Carter, una enfermera alegre de mirada amable, vio algo en mí —fuerza, quizás, o desesperación— y me ofreció un descuento en el alquiler si la ayudaba a llevar la tienda.
Acepté.
De día, trabajaba en la caja. De noche, rebuscaba entre la ropa sucia y latas de pintura en tiendas de segunda mano para arreglar el lugar. Lily dormía en el cesto de la ropa sucia junto a mí, con sus pequeñas manos bajo las mejillas como almohadas.
No era mucho. Pero era un comienzo.
Y cada vez que Lily sonreía en sueños, recordaba por qué valía la pena luchar.