Llegué a la cena de Navidad con una escayola, todavía cojeando por el empujón que mi nuera me había dado días antes. Mi hijo se rió y dijo: «Te dio una lección, te la merecías». Entonces sonó el timbre. Sonreí, abrí y dije: «Pase, agente».

El dinero empieza a desaparecer
Seis meses después de que se mudaran, Jeffrey vino a verme al jardín, con la misma cara que ponía de niño cuando quería algo. Su empresa podría despedirlo, dijo. Necesitaba 50.000 dólares para un curso que le asegurara el futuro.

Le transferí el dinero al día siguiente.

Tres semanas después, Melanie vino a mi habitación con lágrimas en los ojos, diciendo que su madre necesitaba una cirugía de 30.000 dólares. Yo también la pagué. Éramos familia, después de todo.

Las peticiones no paraban de llegar:
– 40.000 dólares para una inversión,
– 25.000 dólares por un accidente de coche,
– 30.000 dólares para una “sociedad”.

Para diciembre, les había dado 230.000 dólares sin recibir ni un céntimo. Cada vez que mencionaba la devolución, Jeffrey cambiaba de tema. Siempre me contactaban a solas, siempre con una crisis que me hacía sentir culpable si decía que no.

“¿Cuándo se va a morir la vieja?”

Un domingo tranquilo, todo cambió. Bajé temprano a preparar café y oí voces desde su habitación. El pasillo transmitía el sonido perfectamente.

La voz de Melanie preguntó, con tono despreocupado: “¿Cuándo se va a morir la anciana?”.

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