Ella. Todo lo que una vez fue suyo ahora formaba parte de la vida de otra persona.
Lena intentó mantener la calma. Sabía que gritar y discutir era inútil; solo le daría a su suegra una razón para sentirse superior. Pero algo dentro de ella se agitaba, negándose a dejarla callar. Y entonces Lena tomó una decisión: llamaría a su padre. Él era el único que podía restaurar la justicia y el respeto por sus límites personales.
La noche que Lena llamó a su padre fue especialmente tranquila. La calle estaba sumida en un suave crepúsculo, y solo la luz en las ventanas de su apartamento le recordaba la vida que había dentro. El teléfono que tenía en la mano temblaba, pero marcó el número y oyó una voz familiar y tranquila:
“Hola, papá…” La voz de Lena temblaba, arrastrando las palabras.
“Lena, ¿qué ha pasado?”, preguntó su padre con cautela.
Le explicó todo: la desaparición de su abrigo, el consentimiento tácito de su marido, su suegra, que había vuelto a inmiscuirse en su vida. Su padre la escuchaba en silencio, haciendo preguntas aclaratorias de vez en cuando, pero sin juzgarla. Lena sintió que la carga que había llevado durante años se disolvía gradualmente bajo su atención.
“Iré”, dijo finalmente su padre. “Lo veremos todo nosotros mismos”.
Cuando llegó su padre, era tarde, casi las diez. Lena lo recibió en la puerta. Hacía tiempo que se había acostumbrado a sus escasas visitas, a esos momentos en que aparecía inesperadamente, como una pequeña tormenta que barría toda injusticia. Entró, se quitó la chaqueta en silencio y observó el apartamento.
Su suegra ya se había enterado de su llegada. Apareció en la sala de estar, con el mismo abrigo que una vez le había regalado Lena. Le quedaba ajustado, la tela estaba visiblemente arrugada en el hombro y se veía una pequeña mancha en el pecho. Pero se mantuvo orgullosa, con una sonrisa de suficiencia: