El primer mes fue una prueba. Lena intentó recordarle con delicadeza a Artem sus límites, que había cosas en su apartamento que solo les pertenecían a ellos. Pero cada palabra que decía se topaba con un muro suave pero inflexible: “Mamá ayuda”, “Exageras”, “Así es más cómodo”. Y con cada día que pasaba, la brecha entre lo que Lena consideraba correcto y lo que le imponían se hacía más grande.
El abrigo que su padre le había traído era un símbolo de su propio valor y belleza, algo que no había sentido en años. Cuando terminó en manos de su suegra, Lena sintió un dolor real por primera vez. No tanto por el abrigo en sí, sino porque sus límites personales habían sido violados: sin ira, sin agresión, simplemente en silencio, con calma, pero completamente.
Intentó hablar con Artyom, explicarle sus sentimientos, compartir sus experiencias. Pero todas las conversaciones terminaban igual: «Se lo di a mamá, lo quería desde hace mucho tiempo…», y esa frase parecía dejar a Lena sin aliento. Sabía que su padre podría haberle devuelto el abrigo, pero su confianza en la gente se estaba volviendo frágil, como un cristal fino, a punto de romperse al menor empujón.
Lena empezó a escribir un diario. Allí lo escribía todo: desde los pequeños detalles, como la marca que su suegra dejó en la encimera de la cocina, hasta las grandes decepciones, como la desaparición de su abrigo. En esas páginas, encontró consuelo y libertad interior. El diario se convirtió en su mundo secreto, libre de las reglas, el borscht y las miradas ajenas.
Poco a poco, se dio cuenta de que su suegra no solo había invadido su apartamento, sino también sus vidas. Conseguía controlar hasta el más mínimo detalle: cómo Lena colocaba los platos, qué detergente usaba, cuándo lavar la ropa y cómo preparar la sopa. Cada día se convertía en una pequeña batalla por el espacio y la independencia, y Lena sentía cada vez más un cansancio que impregnaba no solo su cuerpo, sino también su alma.
Artyom, mientras tanto, se encontraba atrapado entre dos fuegos: entre su madre, a quien sentía una gran devoción, y su esposa, a quien amaba. A veces, captaba la mirada desesperada de Lena y sentía una opresión en el pecho. Pero la costumbre y el deber hacia su madre podían más. Se decía a sí mismo: «Esto será más fácil para todos». Pero Lena sentía que «más fácil» era una palabra para él, no para ella.
Y entonces, una noche, al mirarse en el espejo, Lena se dio cuenta de que el abrigo de su padre no era solo un objeto. Era un símbolo de su fuerza personal, confianza y belleza, que había perdido hacía tiempo entre las reglas de los demás. Recordó la primera vez que se lo puso, y el mundo a su alrededor parecía más brillante, más cálido y más seguro.
Pero solo pasaron siete días, y el abrigo había desaparecido. Lena no podía creer lo que veía cuando Artem dijo con calma: «Se lo llevé a mi madre. Lo necesita para el aniversario de una amiga». El corazón de Lena se encogió. El abrigo ya estaba hecho a medida para su suegra; lo llevaba puesto, presumiendo ante los vecinos de que su hijo se lo había regalado.