Desde pequeña, Lena supo que un hogar no son solo paredes y muebles, sino un ambiente lleno de gente. Pero nunca imaginó que su propio apartamento podría convertirse en un refugio para las costumbres, reglas y expectativas ajenas. Todo comenzó con un pequeño regalo, destinado a simbolizar el cuidado, la atención y el amor de su padre, un camionero que regresaba de un largo viaje.
Siempre tuvo un don para las sorpresas: traía cosas inusuales de sus viajes que Lena nunca había tenido, y parecía que precisamente esas cosas podían hacerla feliz. Y entonces, una noche, entre el ruido familiar de la calle y los olores de una cena casera, Lena recibió un abrigo de gamuza: suave, caro, color arena, como si hubiera sido elaborado especialmente para hacerla sentir especial.
Pero la alegría duró poco. Primero vino un malentendido, luego la irritación, y pronto la dolorosa comprensión de que incluso los regalos más preciados pueden sentirse extraños en manos de quienes deberían estar allí. El abrigo desapareció como si nunca hubiera estado allí, y con él la sensación de seguridad que le había brindado.
Así comenzó un año entero: un año de reglas desconocidas, hábitos desconocidos, borscht desconocido y ropa que no era suya. Lena se adaptó gradualmente a esta nueva realidad, intentando mantener su dignidad, el respeto por su esposo y, sobre todo, por sí misma. Pero algo la quemaba por dentro: una silenciosa pero persistente sensación de injusticia que no le permitía olvidar lo que solo le pertenecía a ella.
Y justo cuando parecía que la situación había llegado a un punto muerto, apareció su padre. Escuchó en silencio, atentamente, sin juzgar, y sus acciones parecían prometer un pequeño milagro: el regreso de lo que Lena creía perdido. Pero los milagros rara vez son simples.
El año pasó casi desapercibido, pero cada día dejaba su huella. Lena despertó con el olor a cebollas engrasadas, mezclado con el aroma de especias extranjeras y jabón, un aroma que inmediatamente le recordó que el apartamento, aunque suyo, se había convertido en el dominio de su suegra.
Artem, su esposo, parecía perdido en su propio mundo. Permanecía en silencio, masticando hígado, asintiendo a su madre, como confirmando que todo estaba como debía ser. Su presencia era reconfortante y dolorosa a la vez. Lena sentía su apoyo, pero también sentía alienación: el hombre del que se había enamorado se estaba convirtiendo poco a poco en un extraño en su propia casa.