Le ordenó a la empleada que tocara el piano frente a todos para humillarla, pero cuando empezó, nadie esperaba lo que sucedió.
Julia salía del metro con el cabello alborotado y el uniforme arrugado por el apretón de la gente. Eran casi las 6 de la mañana y ya iba tarde. Siempre iba tarde. El frío le picaba la cara mientras
cruzaba corriendo la avenida que separaba su colonia del gran hotel donde trabajaba. Lo veía desde lejos, alto, brillante, como si no fuera parte del mismo planeta que ella. El Hotel Real Dorado tenía
más pisos de los que ella había contado alguna vez y puertas giratorias que nunca entendió para qué servían. Pero ahí adentro ganaba lo justo para comprarle las medicinas a su abuela y pagar el gas,
así que no se quejaba.
Entró por la puerta de empleados, saludó con la cabeza a Mario, el guardia que ya ni la miraba, y se fue directo al vestidor. Ahí estaban ya algunas de sus compañeras, planchándose el uniforme o
ajustándose el moño. A Julia no le daba tiempo. Se amarró el cabello en un chongo apurado y salió con su carrito de limpieza, sin desayunar otra vez ese día.
Había algo raro. Se notaba desde que entrabas. Había más flores de lo normal, más ruido, más gente caminando con portapapeles y cara de estrés en el lobby. Decoraban con cortinas nuevas, esas que
parecían costar más que todo lo que Julia había ganado en su vida.
Preguntó bajito a otra empleada que pasaba y le dijeron que esa noche habría una gala privada organizada por uno de los socios más pesados del hotel. Julia no sabía su nombre, pero escuchó que era
millonario, que tenía mansiones en tres países y que trataba mal a todos los que no eran como él.
Mientras pasaba el trapo por una esquina del vestíbulo, vio cómo llegaban camionetas negras con vidrios oscuros. Se bajaban señores de trajes carísimos, mujeres con peinados raros y asistentes que no
dejaban de hablar por celular. A ella no le gustaba estar cerca de esa gente porque se sentía invisible. Si uno de esos invitados la volteaba a ver, era solo para pedirle algo o para decirle que
estorbaba.
Pero había algo que nadie sabía de Julia: a ella le gustaba tocar el piano. Lo había aprendido sola, escuchando videos en el teléfono que le prestaba su primo los fines de semana. A veces, cuando el
salón principal quedaba solo después de un evento, se sentaba frente al piano del bar y tocaba con los ojos cerrados. Nunca más de 5 minutos, nunca cuando había alguien cerca. Sabía que, si la
atrapaban, la correrían, pero era su única forma de respirar en paz. Ese piano era un Yamaha negro gigante de cola que sonaba diferente a todo lo que había escuchado en su vida. Cada tecla era como
una salida de emergencia, una forma de olvidar la presión, la rutina, el miedo de que su abuela empeorara. Una noche, incluso se quedó dormida abrazada a la banqueta, hasta que un mesero la despertó
con una carcajada y le dijo que se fuera antes de que la vieran.