Las veladas en los restaurantes de lujo rara vez son tranquilas. La gente acude allí para olvidarse de lo cotidiano: el ruido de las calles, las dificultades de la vida, sus propios miedos. La luz de las lámparas se refleja en los altos ventanales, la cubertería tintinea, los camareros se mueven entre las mesas y la música se disuelve en el aire como un suave velo.
Esa tarde, mientras la ciudad se sumergía en la luz carmesí del atardecer y el cielo, como cansado de su propia grandeza, se oscurecía, Marina sintió que por fin había aprendido a sobrellevar sus pérdidas. Seis años de un dolor insoportable habían convertido poco a poco su corazón en un desierto. Durante seis años, había intentado sonreír, trabajar, relacionarse con la gente, sin mencionar jamás a los dos chicos que desaparecieron una mañana, una mañana que aún permanecía ante ella tan nítida como el día en que sucedió.
Sentada junto a la ventana, hacía girar el tenedor entre las manos con desgana, más por distracción que por comer. La vida parecía seguir su curso, pero la suya se había estancado en un solo día: aquel en el que todo había terminado.
Pero el destino tiene una forma inesperada de regresar. A veces cruel. A veces con un dolor tan intenso que cuesta respirar. Eso fue lo que sucedió cuando dos chicos se acercaron a su mesa. Dos adolescentes delgados con ojos que no deberían haber sido tan maduros en este mundo a tan temprana edad.
Y desde el momento en que uno de ellos dijo suavemente:
—Señora… ¿podemos tener algo de su comida?
…el mundo ya no fue el mismo.
DESARROLLO