No porque el pasado hubiera cambiado, sino porque por fin había escuchado lo que durante décadas creyó imposible. El 25 de noviembre de 2016, Fidel Castro falleció a los 90 años. Cuba entera lloró al líder, pero para Aleida, ese día tuvo un significado distinto. No lloró al comandante, lloró al hombre que por fin había hecho las paces con su propia historia. Durante el funeral, Aleida permaneció en silencio. Entre la multitud, observó el ataúd pasar frente a ella y pensó en todo lo que había vivido.
Los sueños, las pérdidas, las decisiones que marcaron generaciones. En su mente, una sola pregunta resonaba. ¿Quién tuvo una vida más plena? ¿El que partió fiel a sus ideales o el que sobrevivió cargando con su culpa? Esa pregunta la acompañaría hasta el final de sus días. Después de la partida de Fidel, la Habana se llenó de un silencio distinto. Ya no era el silencio del miedo ni el respeto, sino el de una era que había llegado a su fin.
Para Aleida, ese día marcó el cierre simbólico de una historia que había cargado durante seis décadas. A sus 87 años, sintió por primera vez que podía hablar sin mirar por encima del hombro, sin temer a lo que dirían los demás. Durante años había evitado las entrevistas profundas. Sabía demasiado, había visto demasiado, pero con el paso del tiempo comprendió que guardar silencio era otra forma de permitir que las mentiras sobrevivieran. Así que en marzo de 2024 aceptó sentarse frente a una cámara y contar lo que nunca antes había contado.
El equipo de producción preparó todo con cuidado. La luz era suave, el ambiente íntimo. Aleida se acomodó en su silla y esperó la señal. Cuando la cámara comenzó a grabar, dudó ni un segundo. Su voz, aunque envejecida, sonaba firme. “Durante 57 años callé”, dijo. “Pero ahora, antes de que el tiempo me calle a mí, quiero decir la verdad. ” Esa frase marcó el inicio de una confesión que el mundo no estaba preparado para escuchar. Habló de su juventud, de cómo conoció al Che, de la pasión que los unió y del ideal que los separó.
recordó los años de revolución, los discursos, las promesas, los sueños que parecían eternos, pero también habló del desencuentro, del momento en que la hermandad entre Fidel y Ernesto comenzó a resquebrajarse. Los periodistas la escuchaban sin interrumpir. Había algo hipnótico en su forma de narrar, una mezcla de ternura y dureza. No hablaba con resentimiento, sino con una lucidez que solo da la distancia. Fidel y Ernesto se amaban como hermanos, dijo, pero la historia los obligó a enfrentarse. Uno eligió el poder, el otro la pureza.
Esa frase se volvió el corazón de su testimonio. A lo largo de la entrevista, Aleida recordó los detalles más íntimos. Contó como Fidel la visitó después de la tragedia, cómo prometió cuidar a sus hijos, cómo se convirtió en una figura paternal para ellos. No puedo decir que fue un villano”, dijo, “pero tampoco puedo decir que fue inocente.” Con los años había aprendido que la historia rara vez es blanca o negra. La historia, decía, “Está hecha de grises, de decisiones que parecen correctas y terminan siendo devastadoras.
Pero lo que descubrió después la obligó a mirar esos grises de otra manera, porque entre la culpa y el perdón aún quedaba una verdad que nadie se había atrevido a pronunciar. La entrevista continuó durante horas. Aleida habló de la carta que Fidel había guardado durante 2 años, de cómo aquel papel se convirtió en su herramienta más poderosa. Esa carta fue su escudo explicó. Mientras la tuvo, tuvo control. Cuando la mostró al mundo ya era tarde. También habló del silencio, de cómo Fidel evitó mencionarlo durante los primeros años después de su partida, como si borrar su nombre fuera una forma de mantenerlo bajo control.
“El silencio también es una decisión política”, dijo Aleida con una mirada que aún conservaba fuego. Los periodistas quedaron impactados. Algunos intentaron cambiar de tema, suavizar el tono, pero ella no lo permitió. He esperado demasiado para decir esto, respondió. No voy a disfrazar la verdad. A medida que la conversación avanzaba, la voz de Aleida se volvía más serena. No había odio en sus palabras, solo una profunda comprensión. Durante mucho tiempo culpé a Fidel, confesó. Lo odié en silencio, pero con los años entendí que él también fue víctima de su propio poder.