La Viuda del Che Guevara Rompe el Silencio y Revela el Secreto de Fidel Castro guardado por 57 años…

A veces Aleida recibía llamadas desde el palacio. La voz del asistente decía, “El comandante desea saber cómo está. ” Eran gestos simples, pero para ella significaban mucho. No porque esperara algo de él, sino porque comprendía que en el fondo Fidel no podía escapar del pasado. El recuerdo de Ernesto seguía presente, no solo en su memoria, sino en toda Cuba. Su rostro adornaba murales, carteles, escuelas. Se había convertido en una leyenda. Pero Aleida sabía que detrás de la leyenda había un hombre que también había tenido miedo, dudas, contradicciones, y eso era lo que nadie quería escuchar.

A veces pensaba en cómo habría sido la vida si Fidel hubiera tomado otra decisión, si hubiera enviado ayuda, si hubiera arriesgado más, pero enseguida se detenía. Sabía que la historia no se construye con sí. La historia se construye con hechos y con silencios. Sin embargo, la historia tiene una forma extraña de volver y lo que Aleida estaba a punto de descubrir, muchos años después cambiaría todo lo que creía entender sobre el pasado. En 1997, algo cambió. Después de 30 años de búsqueda, un grupo de investigadores anunció que habían encontrado los restos del Che en Bolivia.

La noticia recorrió el mundo. Para Leida fue como abrir una herida que nunca terminó de cerrar. Por primera vez podía despedirse de verdad, pero también debía revivir el dolor que tanto tiempo había intentado enterrar. Fidel organizó una ceremonia imponente en Santa Clara. El país entero se vistió de luto. En el centro de la plaza, el féretro cubierto por la bandera nacional reposaba como símbolo de una era. Aleida estuvo allí junto a sus hijos. El aire era denso, la multitud guardaba un silencio solemne.

Fidel subió al estrado. Su voz, grave y pausada, resonó por todo el recinto. Habló de Ernesto, de su coraje, de su lealtad, de su ejemplo. Aleida lo escuchó sin parpadear. Cuando él mencionó su nombre, un escalofrío recorrió su cuerpo. No eran palabras vacías, había sinceridad en su tono. Por primera vez creyó escuchar en Fidel algo que no era discurso, sino arrepentimiento. Después del acto, Fidel la buscó. Caminaron unos metros lejos de la multitud. Sus pasos resonaban en el suelo de piedra.

“Lo encontraron gracias a ti”, le dijo en voz baja. Aleida lo miró sorprendida. Yo no hice nada”, respondió. Fidel sonrió con tristeza. “Guardaste su memoria.” Eso fue más que suficiente. Ese día, Aleida comprendió que ambos compartían una misma condena. Recordar, ella cargaba con la pérdida del hombre que amó, él con la decisión que lo alejó para siempre. Ninguno de los dos podía cambiar el pasado, pero sí podían aceptar que la historia los había unido más de lo que los separó.

Los años que siguieron fueron de calma aparente. Fidel envejecía. A Leida también. Sus encuentros eran cada vez menos frecuentes. Pero cuando coincidían, el silencio entre ellos ya no era de reproche, sino de reconocimiento. Sabían que no había nada más que decir. La historia había hablado por ellos. A veces Aleida recordaba la última vez que vio al Che. Su sonrisa cansada, su mirada firme, su abrazo breve. Todo había ocurrido tan rápido que apenas tuvo tiempo de asimilarlo. Ahora entendía que aquella despedida había sido definitiva, aunque ninguno lo dijera en voz alta.

En esos recuerdos, Aleida encontraba tanto dolor como paz, porque aunque había perdido al hombre que amaba, también sabía que él había vivido fiel a sí mismo. No había cedido ante la presión. no había renunciado a sus ideales y eso pensaba, era su verdadera victoria. En los últimos años del siglo XX, Fidel comenzó a mostrarse más reflexivo. Su salud ya no era la misma y sus discursos, antes enérgicos, se volvieron más pausados, más humanos. Aleida anotó el cambio.

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