Pero Aleida, años después reveló que fue en ese momento cuando entendió la dimensión del peso que él cargaba. No era solo culpa, era el peso de haber elegido la política sobre la amistad, el deber sobre el afecto. Desde entonces, cada vez que Fidel hablaba del Che en público, lo hacía con una mezcla de admiración y melancolía. Aleida sabía que ese era su castigo, vivir el resto de sus días recordando la decisión que cambió el curso de sus vidas.
Con el paso de los años, Aleida aprendió a convivir con la ausencia. Su vida se volvió una rutina silenciosa, marcada por las visitas oficiales, los aniversarios y los homenajes que le recordaban lo que había perdido. Cada vez que pronunciaban el nombre de Ernesto en un acto público, sentía que se hablaba de otro hombre, no del que ella había amado, sino del símbolo que la historia había decidido fabricar. A pesar de todo, Fidel cumplió su promesa. Se aseguró de que los hijos del Che tuvieran una buena educación, una casa digna y un futuro estable.
A Leida lo agradecía, pero en el fondo sabía que no era un acto de generosidad, sino una forma de reparar un daño imposible de borrar. Fidel necesitaba redimirse, aunque fuera en silencio. A veces, en los actos conmemorativos, Aleida lo observaba desde lejos. Sus rostros se cruzaban entre la multitud y bastaba una mirada para entenderlo todo. Ninguno necesitaba palabras. Él sabía lo que ella pensaba y ella comprendía lo que él no se atrevía a decir. Era un vínculo extraño.
Mitad respeto, mitad deuda. Los años 70 pasaron entre sombras. El país seguía cambiando, la revolución se consolidaba y la figura de Ernesto se elevaba al nivel de los héroes intocables. Aleida participaba en ceremonias, sonreía frente a las cámaras, pero al llegar a casa, el silencio era su única compañía. Algunas noches, sus hijos le preguntaban por Fidel. “¿Eraigo de papá?”, decían. Aleida tardaba en responder. No sabía qué versión contarles. La del hermano que lo acompañó hasta el final o la del líder que permitió que partiera sin retorno.
Terminaba diciendo, “Sí, fueron amigos.” De una forma que solo ellos entendían. Los homenajes continuaban año tras año. El 9 de octubre se convirtió en un ritual nacional. Fidel pronunciaba discursos cargados de emoción. hablaba del Che como si todavía estuviera a su lado. Decía que su espíritu seguía vivo en cada rincón de la isla. Aleida escuchaba esas palabras y se preguntaba si él realmente creía lo que decía o si lo hacía para calmar su propia conciencia. En 1987, cuando se cumplieron 20 años desde aquel día fatídico, Aleida recibió una invitación personal de Fidel.
Era la primera vez en mucho tiempo que la llamaba directamente. La cita era en el palacio de la revolución. Ella fue con el corazón dividido entre el orgullo y el resentimiento. Fidel la recibió con una sonrisa amable. Hablaron largo rato sobre sus hijos, sobre el país, sobre los recuerdos, pero detrás de cada palabra había un silencio más elocuente. Aleida comprendió que Fidel no buscaba consuelo ni perdón. Buscaba paz interior. Necesitaba saber que ella no lo odiaba. Lo que Aleida hará después revelará algo que ni Fidel se atrevió a admitir en público.
Después de aquel encuentro, Aleida regresó a su casa con sentimientos encontrados. Había visto en Fidel algo que nunca antes había percibido. Fragilidad. Detrás del uniforme y la voz firme había un hombre cansado marcado por decisiones imposibles. Por primera vez sintió compasión. Durante la década siguiente su relación se volvió extrañamente cordial. No eran amigos, pero se entendían. Fidel la incluía en los actos conmemorativos. le enviaba mensajes en fechas especiales. Era como si intentara mantener viva una conexión que ni el tiempo ni la culpa habían logrado romper del todo.