Realmente seguía vivo. Las noches en la Habana eran largas. Aleida se sentaba frente a la ventana y escuchaba el sonido del mar. En su mente, la voz de Ernesto era tan clara que a veces le parecía que la llamaba desde lejos. Y aunque nadie lo decía abiertamente, todos sabían que el final se acercaba. Fue entonces cuando el gobierno envió a su casa a dos oficiales, sus rostros serios, sus palabras medidas. Aleida los miró y lo supo antes de que hablaran.
No necesitaba escuchar los detalles. El aire mismo se detuvo en esa habitación. Lo que había temido durante años se había cumplido. Fidel apareció horas después. Vestía de oscuro, el rostro cansado. La abrazó en silencio. Dijo que había perdido a un hermano, pero Aleida no pudo contener la amargura. Si era tu hermano, pensó. ¿Por qué lo dejaste solo? No lo dijo en voz alta, pero lo pensó con tanta fuerza que sintió que él lo escuchó igual. Esa noche la Habana se cubrió de un silencio denso.
Aleida no lloró frente a nadie. esperó a estar sola con las cartas de Ernesto sobre la mesa. Las leyó una a una, buscando señales, respuestas, cualquier cosa que le dijera que su sacrificio había tenido sentido, pero solo encontró palabras que parecían venir de otro mundo. Durante los días siguientes, Fidel habló al pueblo. Su discurso fue emotivo, casi poético. Leyó una carta escrita por el propio Che, una carta que el pueblo no conocía. Aleida la escuchó por primera vez al mismo tiempo que todos.
En ella, Ernesto renunciaba a sus cargos, a su ciudadanía, a todo. Fidel dijo que esa carta había sido escrita tiempo atrás, pero nunca explicó por qué la había guardado tanto tiempo. Aleida comprendió entonces que esa carta era más que una despedida. Era una herramienta política, una forma de cerrar un capítulo que él mismo no quería dejar abierto. En privado, Fidel la visitó de nuevo. Le prometió apoyo, protección para sus hijos, una vida tranquila. Aleida aceptó por necesidad, no por confianza.
Sabía que detrás de cada gesto amable había algo más, culpa, cálculo o quizá ambas cosas. Durante las semanas que siguieron, su casa se llenó de visitas. Funcionarios, amigos, periodistas, todos querían hablar de Ernesto, de su legado, de su sacrificio. Pero Aleida solo quería silencio. Sentía que la historia que el mundo contaba no era la verdadera, que el hombre que ella amó se había convertido en un símbolo que ya no le pertenecía. Fidel, mientras tanto, transformó la figura del Che en un emblema.
lo convirtió en estandarte, en mito, en un rostro que representaba algo más grande que su vida. A leída veía esas imágenes y sentía una mezcla de orgullo y rabia. Sabía que detrás del mito había un ser humano y que ese ser humano había sido abandonado por el mismo hombre que ahora lo veneraba. El tiempo siguió avanzando, pero el recuerdo no se borró. Aleida se acostumbró a vivir entre homenajes y recuerdos, a sonreír en ceremonias oficiales mientras su corazón seguía lleno de preguntas.
Fidel la mantenía cerca, la protegía, pero nunca volvió a hablar abiertamente del tema. Era un pacto tácito de silencio. Años después, cuando el cuerpo del Che fue encontrado, Fidel organizó una ceremonia monumental. Cuba entera lloró al héroe que había regresado simbólicamente a casa. Aleida asistió vestida de negro, observando a Fidel mientras él hablaba al pueblo. Lo escuchó decir palabras hermosas, pero en su mirada vio algo más, arrepentimiento. Después de la ceremonia, Fidel se acercó a ella. Nadie escuchó lo que le dijo.