La Viuda del Che Guevara Rompe el Silencio y Revela el Secreto de Fidel Castro guardado por 57 años…

Supo lo que había ocurrido antes de que nadie hablara. La revolución perdió a uno de sus rostros más intensos y Fidel por primera vez apareció ante el mundo con un gesto que mezclaba tristeza y cálculo. Para Aleida, ese día fue el fin de todo lo que conocía. Durante los dos años siguientes, Aleida vivió entre la esperanza y el vacío. Su casa en La Habana era un refugio lleno de recuerdos, fotos y cartas que le llegaban de manera esporádica.

Cada sobre que tocaba llevaba el olor de la distancia. Sabía que Ernesto estaba lejos, en tierras que ella apenas podía imaginar. No sabía exactamente dónde, pero lo sentía presente en cada rincón de su hogar. Las cartas del Cheé eran cuidadosas, escritas con una mezcla de ternura y resignación. Nunca hablaba de peligro, solo de propósito. “No te preocupes,” le decía. Todo lo que hago tiene sentido. Pero entre las líneas se escondía una despedida constante, un eco silencioso que Aleida no quería escuchar.

Mientras tanto, Fidel seguía consolidando su poder. Su rostro aparecía en todas partes. Sus palabras llenaban las plazas, pero en su mirada había algo distinto, una sombra que no se dejaba ver del todo. A Leida lo observaba por televisión y se preguntaba si detrás de ese rostro firme había un hombre que también cargaba con dudas. En 1966 los rumores comenzaron a circular. Algunos decían que Ernesto estaba en África, otros que había regresado secretamente a América Latina. Aleida no sabía qué creer.

Su vida se había reducido a esperar. criar a sus hijos y mantener viva la imagen de su esposo sin saber si seguía con vida. Un día recibió una visita inesperada. Un mensajero le entregó un sobre sin remitente. Dentro había una carta de Ernesto, más breve que las anteriores. “Todo está más difícil de lo que imaginaba,” decía. Pero aún creo aquellas tres palabras bastaron para que Aleida comprendiera que su esposo seguía avanzando, aunque el destino lo llevara cada vez más lejos.

El silencio de Fidel se hacía más notorio. No hubo llamadas, ni mensajes, ni consultas. Era como si el Che hubiera dejado de existir oficialmente, como si el gobierno hubiera decidido borrar su nombre sin admitirlo. Aleida no podía entender esa distancia. ¿Dónde había quedado la promesa de que cuidaría de ellos? Cada vez que el Che enviaba una nueva carta, el tono era más melancólico, hablaba menos del futuro y más del recuerdo. Aleida comenzó a percibir en sus palabras un cansancio profundo, no físico, sino del alma.

A veces cerraba los ojos y escuchaba su voz en la memoria, diciendo, “La causa sigue viva, aunque yo no esté.” Esa frase la perseguía en las noches. Fidel, por su parte, mantenía una calma que muchos confundían con frialdad. Pero en privado, según cuentan algunos a sus colaboradores, había momentos en los que su silencio se volvía insoportable. Se decía que pasaba largas horas solo, leyendo informes, repasando decisiones pasadas. Tal vez comprendía que algunas de esas decisiones tenían un precio humano demasiado alto.

Un día, Aleida escuchó un rumor en voz baja. Las misiones de Ernesto no estaban recibiendo el apoyo necesario. Los suministros llegaban tarde. Las órdenes no coincidían. Al principio no quiso creerlo, pero con el tiempo entendió que algo no cuadraba. Era posible que Fidel hubiera decidido no ayudarlo completamente, pero esto no es todo. Lo que descubrirás sobre las decisiones de Fidel te hará replantear lo que significa realmente la palabra hermandad. Aleida no se guardó ningún detalle. Y si aún no lo has hecho, suscríbete ahora y quédate porque lo que estás a punto de escuchar cambiará por completo tu visión de esta historia.

Los meses avanzaban y el silencio se volvía insoportable. Nadie hablaba del Che en los pasillos del poder. Era un tema que debía evitarse, un nombre que debía pronunciarse con cuidado. Para Aleida, esa omisión era más cruel que cualquier pérdida, porque el olvido, en su forma más fría, también puede ser una condena. Los niños crecían preguntando por su padre. A Leida les contaba historias, les mostraba fotografías, intentaba mantener viva la imagen de aquel hombre que había creído en un sueño más grande que él mismo, pero en su interior una duda la carcomía.

Leave a Comment