Inessa se dio cuenta de otra cosa importante: la libertad no llega de repente. No se puede alcanzar sin más; hay que ganársela, paso a paso, acción a acción. Pero por primera vez en mucho tiempo,
A los veinte años, sentía que ese camino le pertenecía solo a ella.
Habían pasado casi dos meses desde aquella fatídica noche en que Vitaly anunció su partida. Inessa había cambiado radicalmente: su andar era seguro, su mirada directa y sus palabras claras y deliberadas. Ya no se dejaba distraer por las preocupaciones ajenas; su vida ahora le pertenecía a ella misma.
Ese día, cuando Vitaly fue a recoger sus cosas del apartamento, Inessa estaba preparada. Lo recibió en la puerta, tranquila y serena.
—Hola —dijo con voz uniforme, sin la emoción que antes la había delatado—. ¿Has venido a recoger tus cosas?
Vitaly se quedó paralizado, dándose cuenta por primera vez de que la mujer que tenía delante no era la mujer tranquila y obediente a la que estaba acostumbrado a controlar.
—Sí —dijo, algo nervioso—. Quería recoger mis documentos, algunos muebles…
Inessa asintió.
—Todo está listo. Abrió la puerta del salón, donde cajas y bolsas estaban cuidadosamente apiladas. «Pero hay algo de lo que tenemos que hablar».
Vitaly frunció el ceño. Inessa continuó: