Inessa lo comprendió: aquel día sería el comienzo de una nueva vida, no solo para ella, sino para todos los que la rodeaban. Y aun así, sentada en el borde del sofá, comenzó a planear en silencio su respuesta. No era histeria, ni gritos, sino inteligencia, fortaleza y una determinación oculta que nadie había notado durante sus años de servicio silencioso.
Cuando Vitaly se marchó al hotel, la casa parecía vacía, aunque las paredes seguían siendo las mismas. Todo lo que había parecido tan familiar y querido ahora estaba sumido en un silencio inquietante y opresivo. Inessa estaba de pie en la cocina, con los brazos cruzados sobre la cintura, intentando decidir qué hacer. Los pensamientos saltaban uno tras otro, como pájaros enjaulados: “¿Cómo pudo? ¿Por qué ella? ¿Y yo?…”
Le costaba asimilarlo: veinte años de matrimonio, preocupaciones, noches en vela cuidando de su hijo, vacaciones, días festivos, cada mañana, cada cena… y todo había resultado ser… nada. Y Vitaly, con su sonrisa tranquila, parecía decir: “Así es la vida”.
Primero llegó el vacío. Después, una rabia contenida. Inessa recordó todas las veces que él le había dicho que debería estar en casa, que no necesitaba trabajar, que todo lo que hacía era por él. Y cuánta razón tenía: todo ese tiempo, con paciencia y generosidad, cargando con pesos que él ni siquiera notaba.