La vida de Inessa Viktorovna Klimova siempre pareció

La vida de Inessa Viktorovna Klimova siempre pareció estructurada según un horario estricto, casi invisible. Cada mañana comenzaba a las 5:30: mientras la ciudad aún dormía, ella ya estaba en marcha: ducha, desayuno, preparándose para el día. Para ella, el hogar siempre fue el centro del universo y la familia, el sentido de su existencia. Cuidaba de su esposo, Vitaly Andreevich, de su hijo, Konstantin, de sus padres, de los invitados y de los amigos de la familia. En sus manos, el caos doméstico se transformaba en orden y el cansancio en una costumbre que nadie notaba.

Durante veinte años, vivió a este ritmo, sacrificando sus intereses, su carrera y, a veces, incluso sus propios sueños. Su título en economía hacía tiempo que acumulaba polvo en un cajón, y sus ideas y ambiciones permanecían ocultas bajo el velo de las labores domésticas. Era tranquila, sumisa e imperceptible para quienes la rodeaban, pero tras ello se escondía una fuerza especial: la capacidad de hacer la vida de los demás cómoda, confortable, casi perfecta.

Pero aquella mañana, como cada martes, el mundo familiar de Inessa comenzó a desmoronarse. El marido con quien había compartido su vida durante veinte años pronunció unas palabras que lo cambiaron todo: «Me voy. Anya va a tener un hijo conmigo. Me llevo el coche y el piso». La voz de Vitaly sonó fría, como si fuera una simple constatación, no el fin de todo lo que había construido durante tantos años.

En ese instante, Inessa sintió que el tiempo se detenía. Todo lo que le había parecido tan estable y familiar se desvaneció. ¿Su hogar, un lugar seguro, su hijo, su apoyo, años de cuidados, todo en vano? Se le encogió el corazón, pero todos los mecanismos que había desarrollado durante veinte años como instinto de supervivencia se activaron al instante en su mente: calma, racionalidad, la capacidad de actuar a pesar del dolor.

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