
La sirvienta negra dormía en el suelo con el bebé — el multimillonario la vio… Y entonces ocurrió algo extraño…
Le devolvió a Lily. La bebé se acurrucó contra el pecho de Maya al instante, como si su cuerpo recordara dónde estaba a salvo. El llanto cesó en menos de treinta segundos. Solo quedaron unos pocos sollozos entrecortados mientras volvía a caer en un sueño frágil.
Maya la sostuvo cerca, sentándose de nuevo sobre la alfombra, meciéndola suavemente, murmurando sin pensar:
—Te tengo. Te tengo, pequeña.
Nathaniel se quedó quieto, en silencio, observando.
Esa noche, nadie volvió a hablar, pero la casa se sintió más fría. Maya dejó a Lily suavemente en su cuna horas después. Ella no durmió en absoluto.
Por la mañana, la señora Delaney la encontró sentada en la esquina de la habitación del bebé, con los ojos abiertos y las manos todavía temblando.
—Solo duerme con ella —susurró la mujer mayor, mirando a la niña que dormía tranquila.
Nathaniel no dijo nada en el desayuno. Su corbata estaba torcida, el café intacto.
La segunda noche, Maya acostó a Lily y se apartó. La bebé gritó. La señora Delaney corrió. Nathaniel lo intentó. Nada funcionó.
Solo cuando Maya volvió, con los brazos extendidos y susurrando suavemente, Lily se calmó.
La tercera noche, Nathaniel esperó fuera de la puerta de la habitación. No entró. Escuchó. No había llanto. Solo una suave nana tarareada a medias.
Golpeó la puerta.
—Maya.