La sala de profesores olía a café fuerte y a cansancio.

“Ahora solo falta recuperarse”. Las emociones habían sido una prueba, pero ahora comienza la verdadera sanación.

Margarita asintió. Sabía que le quedaba un largo camino por delante, pero ahora poseía lo que le daba la fuerza para vivir: la verdad, el amor y la fe en quienes la rodeaban.

Los días siguientes transcurrieron con un trabajo silencioso pero continuo. Margarita recuperó gradualmente sus fuerzas: primero, pequeños movimientos de sus dedos, luego pasos cautelosos por la sala, conversaciones con las enfermeras e Igor Sergeyevich. Cada día era una victoria sobre su cuerpo, sobre sus miedos, sobre los recuerdos del oscuro vacío en el que había vagado durante el coma.

Antón estuvo cerca casi todo el tiempo. Al principio con cautela, como si temiera romper algo frágil, y luego con creciente confianza. La observaba, aprendiendo a comprender su silencio, a respetar su espacio, pero sin perder su cercanía. Cada caricia suya, cada palabra suya, ahora estaba llena de atención y cuidado, que…

que había estado ausente durante tanto tiempo.

Dasha, una niña de trenzas oscuras, fue testigo involuntaria de estos cambios. Saludaba con alegría a su madre todos los días, cogiéndole la mano y contándole en voz baja sus éxitos en el rincón infantil. La niña sonreía con valentía, y en esas sonrisas, Margarita encontró un nuevo sentido a la vida. Ahora comprendía que la fuerza que buscaba en Anton se manifestaba no solo en palabras y promesas, sino en acciones, en el cuidado diario, en la capacidad de amar a pesar de los miedos y los errores.

Una noche, cuando el hospital ya estaba en silencio y solo se oían los ocasionales pasos del personal médico en los pasillos, Margarita y Anton se sentaron uno junto al otro en la sala. El sol poniente bañaba la habitación con un suave resplandor anaranjado, y parecía que incluso las paredes del hospital se habían calentado.

“Rita”, dijo Anton en voz baja, “sé que te hice daño”. Tenía frío, yo… no entendía cómo estar ahí cuando necesitabas apoyo. Quiero arreglar eso.

Margarita lo miró a los ojos, sin revelar emoción ni duda. Vio sinceridad, pero también la comprensión de que el camino sería largo.

“Ya veo”, dijo, apretándole suavemente la mano, “y quiero que avancemos juntos. Lentamente, pero juntos. Por nosotros y por Dasha”.

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